Por
Sergio Roitberg
La
renuncia esta semana del fundador de Uber, Travis Kalanick, a su puesto como
CEO de su propia compañía muestra la vulnerabilidad a la que están expuestos
los empresarios y entrepreneurs actuales.
Porque
si Kalanick no pudo sobrevivir una crisis de reputación, ¿quién puede? Después
de todo, este es el hombre que, casi sólo y con mucha audacia, lanzó la empresa
que terminó con una de las vacas sagradas del mundo civilizado: la hiper
regulada industria de los taxis, de la que mamaron durante décadas variados
grupos de poder, desde sindicatos hasta grandes empresas, pasando por agencias
regulatorias y de gobierno.
Todo
comenzó de una forma más bien anodina. Una joven ingeniera, Susan Fowler,
contó, en su blog personal, que su supervisor en Uber la había acosado
sexualmente y que cuando se lo hizo saber al departamento de recursos humanos
de la empresa la respuesta había sido que su acosador era muy eficiente en el
trabajo y que preferían no importunarlo con esas nimiedades.
Fowler
dejó Uber y consiguió rápidamente trabajo en otra start-up de Sillicon Valley,
pero sus revelaciones desataron una crisis. Empezaron a aparecer, en social
media, decenas de historias de empleadas de Uber diciendo que habían sido
acosadas. Uber tuvo que entrar en modo contención de crisis: abrió un hot-line
para que sus empleadas denunciaran casos de acoso sexual y anunció que uno de
los miembros de su directorio, Ariana Huffington, estaría disponible para
recibir denuncias personalmente.
La
decisión de usar a Huffington, una empresaria de alto perfil que por su exitosa
carrera representa como nadie el empoderamiento de las mujeres en el mundo de
los negocios estadounidenses, fue una clásica maniobra de relaciones públicas
tradicional que en otros momentos hubiera funcionado. Hoy, no. En nuestro
actual mundo transparente solo sirvió para que se abrieran aún más las
compuertas de la crisis.
Este
no fue, lamentablemente, el único escándalo que azotó a Uber este año.
Revelaciones acerca de que la empresa había usado un software que creaba una
app fantasma para despistar a los reguladores de varias ciudades y un litigio
con Google por un supuesto robo de tecnología para producir autos que se
conducen solos terminaron de agriar el panorama. Asediado, el directorio de
Uber pidió la renuncia de Kalanick.
Lo
más irónico de toda esta situación es que gran parte de la crisis en la que
está sumida hoy la empresa está ligada a las mismas características que la
hicieron grande en tiempo récord y en un contexto abierto a la disrupción: su
decisión de reescribir las reglas del juego y su voluntad por avanzar cueste lo
que cueste a la velocidad que requiere el mundo actual.
Este
es el gran dilema de los empresarios de hoy: están en un entorno en el que, en
parte gracias a la tecnología, pueden hacer cosas revolucionarias, que dejan
obsoletas regulaciones y cambian radicalmente los patrones de funcionamiento de
muchos mercados. Sin embargo, este mismo entorno exige moverse a una gran
velocidad y es, además, completamente transparente. Esto obliga a los
empresarios y a sus empresas a tener siempre una conducta impecable, incluso
cuando están avanzando por una pista resbaladiza a 180 kilómetros por hora.
Por
eso, en el mundo actual el manejo de la reputación, aun para las empresas
nacidas en el nuevo mundo, que parecen poder llevarse todo por delante, ha
pasado a ser una parte integral del trabajo del CEO, tan importante como el
manejo operacional de la compañía.
La
comunicación como forma de tapar nuestras falencias, ya no existe. Hoy, el
cuidado de la reputación tiene que ser parte del business plan. El tema ya no
es operar, y ver qué sucede luego, con un manual de manejo de crisis copiado de
otra empresa. La comunicación es vital pero no hay muchos que hayan hecho el
upgrade que se necesita.
El
desafío ha crecido – y sigue creciendo- exponencialmente. Cuando pensamos que
las cosas cambiaron, vuelven a cambiar. Uber y todas las empresas e
instituciones (y, por qué no, gobiernos) tienen que cambiar el chip. Son
grandes innovadores, disruptores que traen grandes ideas, pero siguen manejando
la comunicación con sus empleados y con otros actores de la misma forma en que
se manejaba en la época en que Ford inventó la línea de producción masiva de
automóviles.
Esta
bofetada que acaba de recibir Kalanick lo enfrentó a la realidad actual: hoy
estamos todos desnudos en una gran vidriera. Todo lo que decimos y dicen los
demás sobre nuestra empresa es inmensamente relevante porque puede amplificarse
inmediatamente a través de los medios sociales.
Kalanick
y todos nosotros debemos entender que hoy cualquier Goliat puede transformarse
rápidamente en David si no entiende los nuevos códigos. Y esos códigos nos
exigen pensar muy bien cómo manejamos nuestras relaciones con lo que llamo la
“orbita primaria”, donde están clientes, empleados y proveedores. Nuestra
interacción con ellos debe basarse en un propósito compartido y debe cuidarse
como el oro.
Uber
pareció hacerlo muy bien al principio y le sacó un beneficio increíble a los
medios sociales, donde se transformó prácticamente en un Robin Hood moderno.
Sin embargo, descuidó en su órbita primaria a sus empleados y pagó - por ahora - con la cabeza de su fundador.
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