viernes, 29 de mayo de 2020

Veinte mil estudiantes en riesgo de perder el derecho a ser educados




Rosalba Pineda Ramírez

Desde la década de los 70 del siglo pasado, el desarrollo de las grandes ciudades en América Latina trajo como consecuencia los llamados cinturones de miseria: barrios bajos o favelas como se conocen en Rio de Janeiro. Ahí viven miles, cientos de miles de familias que no pueden seguir pagando una renta y buscan adquirir un terreno lo más cercano a las ciudades, a donde van a trabajar.
En México, el ejemplo mas impactante es la zona que rodea a la Ciudad de México, conocida como la Zona Metropolitana del Valle de México; a la fecha cuenta con poco más de 20 millones de habitantes, de los cuales el 47 por ciento vive, o mejor dicho, sobrevive en los llamados barrios marginales. Ahí, 9.4 millones de seres humanos sufren las carencias que caracterizan a estos barrios marginales: falta de redes de agua potable, de drenaje, viviendas hechas con materiales de desecho, en las que llegan a vivir hasta ocho personas en un solo cuarto de cartón que no mide más de 10 metros cuadrados, según datos proporcionados en un reciente estudio realizado por la catedrática e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, Priscila Connolly.
¿Qué mueve a las familias a realizar semejante aventura? ¿Qué tipo de padres se atreven a someter a semejantes privaciones a sus hijos? La respuesta para mí es clara: las familias más pobres, las que no pueden seguir pagando las rentas que cada año les incrementan, las que están convencidas de que sus hijos merecen una vida digna, las que por su juventud se sienten con fuerzas y se atreven a retar al destino y buscar nuevas alternativas como un pedacito de México que sea suyo, donde cada ladrillo que ponga también sea suyo, esas familias se atreven a vivir en las condiciones que creen pronto cambiarán.
La falta de servicios no son las únicas carencias a las que se enfrentan los mexicanos más pobres; también les preocupa la educación de sus hijos, tal vez sea su preocupación mayor porque pueden soportar no tener luz ni agua potable ni drenaje, pero no soportan no tener escuelas para sus hijos. Y ahí, en zonas inhóspitas, donde no hay ningún servicio, menos hay zonas de juegos, áreas verdes o escuelas construidas pues ¿qué maestro “en su sano juicio” se iría a dar clases a esos niños y jóvenes que viven en cuartos de cartón, donde la sombra de los árboles o un cuarto de cartón será su aula, donde el pizarrón serán unas cartulinas o una tabla pintada?
Desgraciadamente, los que nombra la Secretaria de Educación del Gobierno del Estado de México por años no dan clases en ese tipo de escuelas, porque ellos solo son considerados para las escuelas con Clave de Centro de Trabajo y para los grupos que fueron planeados por las supervisiones escolares.
Los 702 maestros que reclaman su pago, retenido desde octubre de 2019, son los que decidieron brindar educación a 20 mil jóvenes y niños que viven en las zonas marginadas mencionadas líneas arriba, ellos son los que han entendido que ser maestro es un compromiso social que va mas allá de la existencia de una escuela con pupitres y salones definitivos, que recuerdan que el juramento de ser maestro los compromete a educar aún en las condiciones más adversas. Pero, a pesar de su esfuerzo, ¿qué reciben del Gobierno del Estado de México, de la Secretaría de Educación mexiquense? Nada, o peor aun, se les paga con el desconocimiento de su esfuerzo, de su trabajo, a través de la suspensión de su pago desde hace ocho meses.
Mediante esa medida coercitiva de retirarles el pago desde hace ocho meses, se les niegan el derecho a una plaza y a ganar lo mismo que cualquier otro maestro. Con ello, se pone en riesgo la educación de 20 mil estudiantes, quienes viven en esas zonas marginadas de las que hablé al principio de este artículo. En el Estado de México así se trata a los maestros comprometidos con su vocación educativa ya los estudiantes pobres.


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