Rosalba
Pineda Ramírez
Desde
la década de los 70 del siglo pasado, el desarrollo de las grandes
ciudades en América Latina trajo como consecuencia los llamados
cinturones de miseria: barrios bajos o favelas como se conocen en Rio
de Janeiro. Ahí viven miles, cientos de miles de familias que no
pueden seguir pagando una renta y buscan adquirir un terreno lo más
cercano a las ciudades, a donde van a trabajar.
En México, el
ejemplo mas impactante es la zona que rodea a la Ciudad de México,
conocida como la Zona Metropolitana del Valle de México; a la fecha
cuenta con poco más de 20 millones de habitantes, de los cuales el
47 por ciento vive, o mejor dicho, sobrevive en los llamados barrios
marginales. Ahí, 9.4 millones de seres humanos sufren las carencias
que caracterizan a estos barrios marginales: falta de redes de agua
potable, de drenaje, viviendas hechas con materiales de desecho, en
las que llegan a vivir hasta ocho personas en un solo cuarto de
cartón que no mide más de 10 metros cuadrados, según datos
proporcionados en un reciente estudio realizado por la catedrática e
investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, Priscila
Connolly.
¿Qué
mueve a las familias a realizar semejante aventura? ¿Qué tipo de
padres se atreven a someter a semejantes privaciones a sus hijos? La
respuesta para mí es clara: las familias más pobres, las que no
pueden seguir pagando las rentas que cada año les incrementan, las
que están convencidas de que sus hijos merecen una vida digna, las
que por su juventud se sienten con fuerzas y se atreven a retar al
destino y buscar nuevas alternativas como un pedacito de México que
sea suyo, donde cada ladrillo que ponga también sea suyo, esas
familias se atreven a vivir en las condiciones que creen pronto
cambiarán.
La falta de
servicios no son las únicas carencias a las que se enfrentan los
mexicanos más pobres; también les preocupa la educación de sus
hijos, tal vez sea su preocupación mayor porque pueden soportar no
tener luz ni agua potable ni drenaje, pero no soportan no tener
escuelas para sus hijos. Y ahí, en zonas inhóspitas, donde no hay
ningún servicio, menos hay zonas de juegos, áreas verdes o escuelas
construidas pues ¿qué maestro “en su sano juicio” se iría a
dar clases a esos niños y jóvenes que viven en cuartos de cartón,
donde la sombra de los árboles o un cuarto de cartón será su aula,
donde el pizarrón serán unas cartulinas o una tabla pintada?
Desgraciadamente,
los que nombra la Secretaria de Educación del Gobierno del Estado de
México por años no dan clases en ese tipo de escuelas, porque ellos
solo son considerados para las escuelas con Clave de Centro de
Trabajo y para los grupos que fueron planeados por las supervisiones
escolares.
Los
702 maestros que reclaman su pago, retenido desde octubre de 2019,
son los que decidieron brindar educación a 20 mil jóvenes y niños
que viven en las zonas marginadas mencionadas líneas arriba, ellos
son los que han entendido que ser maestro es un compromiso social que
va mas allá de la existencia de una escuela con pupitres y salones
definitivos, que recuerdan que el juramento de ser maestro los
compromete a educar aún en las condiciones más adversas. Pero, a
pesar de su esfuerzo, ¿qué reciben del Gobierno del Estado de
México, de la Secretaría de Educación mexiquense? Nada, o peor
aun, se les paga con el desconocimiento de su esfuerzo, de su
trabajo, a través de la suspensión de su pago desde hace ocho
meses.
Mediante esa
medida coercitiva de retirarles el pago desde hace ocho meses, se les
niegan el derecho a una plaza y a ganar lo mismo que cualquier otro
maestro. Con ello, se pone en riesgo la educación de 20 mil
estudiantes, quienes viven en esas zonas marginadas de las que hablé
al principio de este artículo. En el Estado de México así se trata
a los maestros comprometidos con su vocación educativa ya los
estudiantes pobres.
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