Aquiles
Córdova Morán
Hay
fiesta en los tres países de Norteamérica (México, EE. UU. y
Canadá) por la conclusión del nuevo tratado comercial. Todo son
abrazos, declaraciones elogiosas, eventos celebratorios y
felicitaciones recíprocas. Ni una sola voz disonante, ni una duda
trivial, ni una tímida cautela sobre el futuro. Un éxito rotundo y
sin fisuras.
Las
explicaciones que he podido leer y oír sobre el contenido del
documento son igualmente encomiásticas, aunque generales e
imprecisas. El nuevo tratado –se
dice–
dará seguridad y certidumbre a las inversiones; generará un
ambiente óptimo para los capitales extranjeros; impulsará el
comercio regional y, con ello, detonará el crecimiento económico
(buena noticia para México) y pondrá fin a los temores de las
empresas actualmente en funciones que causaron la caída del PIB
mexicano en un -0.1% en el segundo trimestre de este año. El
presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, también se unió a
la fiesta con el argumento de que es mejor iniciar con un tratado ya
aprobado que enfrentarse, de entrada, a una negociación.
Pienso
que las letras chiquitas del convenio, y sobre todo sus verdaderas
consecuencias, las iremos conociendo con el paso del tiempo; pero por
lo pronto apunto que es de llamar la atención que ninguno de los
celebrantes, todos de primerísimo nivel y de gran influencia en la
vida nacional, se haya acordado de destacar, aunque fuera en la forma
general ya señalada, cómo y en qué medida beneficiará a la
población mayoritaria del país, esa que labora (cuando consigue
empleo) largas jornadas a cambio de un salario insuficiente para sus
necesidades y las de su familia y, cómo no, a quienes trabajan en la
economía informal, a los desempleados y “auto empleados” que no
gozan de ningún tipo de seguridad social. Solo el Presidente del
Consejo Coordinador Empresarial (CCE), Juan Pablo Castañón, se
atrevió a asegurar que el nuevo tratado hará que las exportaciones
mexicanas se incrementen hasta en un 50% en los próximos diez años,
con lo cual crecerá la creación de empleos. Nada más.
Y
no se trata de buscar el prietito en el arroz. La desigualdad y la
pobreza son un problema real y grave. El hambre y otras carencias han
adquirido dimensiones que no permiten ignorarlas ni esconderlas y
que, lejos de disminuir, tienden a incrementarse en todo el mundo.
Alejandra Agudo, de “El País”, conocido diario español,
escribió apenas el 11 de septiembre de este año: “En la batalla
que libra la humanidad contra el hambre, los seres humanos vamos
perdiendo. En 2017, 821 millones de personas se iban a la cama cada
día sin haber ingerido las calorías mínimas para su actividad
diaria, son 15 millones más que el año anterior, lo que supone un
retroceso a niveles de 2010”. Por su lado, BBC News Mundo, con
fecha 17 de septiembre, dijo: “Más de 39 millones de personas
están subalimentadas en la región” (América Latina, ACM); y más
abajo da una lista de los países del subcontinente con mayores
problemas alimentarios. México figura con un 3.8%, lo que equivale a
unos seis millones de seres humanos que se van a la cama sin haber
comido lo suficiente. Los datos son de la FAO.
Según
Vicky Peláez, colaboradora del portal ruso Sputnik Mundo, en un
artículo del 5 de septiembre, “De acuerdo con los análisis
económicos, en las últimas dos décadas la pobreza apenas se redujo
y más de 60 millones de mexicanos sufren hambre”. Asegura que la
riqueza nacional se concentra en apenas el 0.18% de la población, es
decir, unos 200,000 inversionistas poseen el 42% del valor de la
economía nacional. Cita Vicky Peláez: “«el
80% de los habitantes de México [es] vulnerable al registrar cuando
menos una carencia»,
de acuerdo con los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la
Política de Desarrollo Social (Coneval)”. Y añade que México es
quien menos éxito ha tenido en la erradicación de la pobreza, ya
que: “En 1990, la pobreza en América Latina llegó al 48.3% en
promedio. Sin embargo, este índice bajó en 2017 al 30.7%, como lo
certificó la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL). En el mismo período de tiempo, México apenas redujo la
pobreza de 47.7% a 43.6% en 2017.” Añade: “La mayoría de los
economistas mexicanos y norteamericanos atribuyen la persistencia de
la pobreza en México al débil crecimiento económico que
caracterizó al país durante las últimas décadas”. Y renglones
abajo precisa: “La expansión económica en México durante las
últimas tres décadas hasta el gobierno de Peña Nieto ha sido en
promedio 2.85% al año”. Es patente la contradicción del artículo
al no cohonestar la gran concentración de la riqueza con el
crecimiento del PIB. Pero no nos adelantemos.
Todos
sabemos que la medida universal del crecimiento de una economía es
el Producto Interno Bruto (PIB); pero no todos sabemos (creo) que
muchos economistas distinguen entre “crecimiento” y “desarrollo”,
entendiendo por este último la mejora del nivel de vida de toda la
población. Saben, por tanto, que el PIB no refleja de modo completo
el éxito o el fracaso de un modelo económico porque mide el
crecimiento pero no el desarrollo, o, en otras palabras, porque dice
cuánta riqueza se produjo pero no cómo se distribuyó entre la
población. El 3 de septiembre, Paul Krugman, Premio Nobel de
economía, publicó en “The New York Times” un trabajo que tituló
“El misterio del PIB”. En él dice: “No soy una de esas
personas que piensan que el PIB es una estadística tremendamente
defectuosa e inútil. Es una cantidad que necesitamos para muchos
propósitos. Sin embargo, en sí misma no es una medición adecuada
del éxito económico”. Eso se debe, dice, a que “… solo nos
dice qué está ocurriendo con el ingreso medio, que no siempre
resulta pertinente para la forma en que vive la mayoría de la
gente”.
Y
pone un ejemplo: “Si Jeff Bezos, de Amazon, entra en un bar, la
riqueza promedio de quienes están en ese bar se dispara
repentinamente por varios miles de millones de dólares, pero ninguno
de los clientes que no son Bezos se ha vuelto más rico.” Más
claro, imposible. Creo que con lo dicho queda demostrado que el puro
crecimiento económico, el puro incremento del PIB no mejora
automáticamente la situación de las mayorías, como parece sugerir
el artículo de Vicky Peláez. Hacen falta políticas de Estado
pensadas y aplicadas expresamente con el fin de lograr un mejor
reparto de la renta nacional. Y es esto, precisamente, lo que se echa
en falta en los alborozados discursos laudatorios del nuevo tratado
comercial.
Los
economistas con poder de decisión, consejeros de Secretarios de
Hacienda y de Presidentes de la República dicen otra cosa: que la
causa de la pobreza son los mismos pobres, su mala educación, mala
salud, mala nutrición, falta de iniciativa y visión empresarial,
etc. Por eso aconsejan invertir recursos para sacarlos de ese atraso,
sobre todo a los niños y jóvenes hijos de familias pobres. La mejor
manera de hacerlo es mediante los llamados Programas de
Transferencias Monetarias (PTM), como PROSPERA, 60 y Más, etc. Sin
embargo, estos y otros programas similares llevan años aplicándose,
invirtiendo en ellos cifras enormes, sin ningún resultado tangible,
como acabamos de ver. La causa del fracaso no reside en la
corrupción, los “moches” y el lucro de líderes venales, como
quiere el actual presidente electo. Para probarlo citaré a otra
autoridad en la materia.
Máximo
Jaramillo, de la revista Nexos, escribió el 16 de agosto: “La
pobreza no ha disminuido en los últimos 24 años, es decir, en los
últimos cuatro sexenios. No ha sido suficiente la creación de
Programas de Transferencias Monetarias (PTM) como PROSPERA (que
comenzó como PROGRESA y luego cambió el nombre a OPORTUNIDADES), 65
y más, y el Programa de Apoyo Alimentario (PAL), a pesar de que en
conjunto cuentan con un padrón de beneficiarios de más de 30
millones de personas, y han gastado más de un billón 250 mil
millones de pesos durante todos sus años activos. El porcentaje de
población que se encuentra en situación de pobreza continúa por
encima del 52%. Asimismo, ahora en el país hay 18 millones de pobres
más que en 1992, según la medición oficial más reciente.” Y
pocos renglones adelante explica: “La razón del fracaso de las
políticas sociales en disminuir la pobreza y la desigualdad se debe
a la concepción errónea de dicho problema. Estos programas parten
de la idea de que la pobreza es un problema de carácter individual,
originado por la carencia de capital humano en las personas.”
(Diré
de paso que las duras acusaciones que viene lanzando el presidente
electo en contra de los antorchistas, acusándolos de intermediarios
corruptos, ladrones del dinero de esos programas destinado a los
pobres, son absolutamente infundadas y, por tanto, tremendamente
injustas e inexplicables a la luz de su declarado amor al pueblo.
Antorcha no nació para mediar en nada, sino, como todo el mundo lo
sabe aunque muchos lo ocultan, para luchar contra la pobreza y la
desigualdad, esas mismas pobreza y desigualdad que se burlan de los
programas asistencialistas y crecen en las narices mismas de sus
teóricos y promotores. Y debo decir que, en esta tarea, hemos dado
más y mejores resultados para el pueblo pobre de México que todos
los programas de dádivas monetarias ensayadas hasta ahora.)
Los
Programas de Transferencias Monetarias han fracasado y seguirán
fracasando porque parten de un diagnóstico errado del problema y, en
consecuencia, equivocan también la medicina. Antorcha felicita al
presidente electo por su firme decisión de eliminar a intermediarios
ladrones y hacer que la ayuda llegue íntegra y a quien realmente la
necesita. A nosotros eso no nos afecta; no se nos puede privar de lo
que nunca hemos tenido. Pero desde ahora afirmamos que las “ayudas”,
con corrupción o sin ella, fracasarán una vez más si el Gobierno
no se decide, de una vez por todas, a modificar el injusto reparto de
la riqueza producida por todos. Que conste.
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