Por Abel Pérez Zamorano
Al analizar los fenómenos sociales, es frecuente escuchar, tanto en
la academia como en los medios, que se enlisten en un plano de
igualdad lo político, cultural, religioso, etcétera, y la economía,
subrayando la interdependencia entre unos y otros. Se acepta que lo
económico influye en la política, pero a ello se añade que la
relación inversa es igualmente decisiva, de manera que lo que ocurre
en la política y el derecho influye sobre la economía; por ejemplo,
nuevas leyes o partidos en el poder provocarán cambios económicos.
Hay, pues, según este enfoque, una relación recíproca de
causaefecto entre ambos universos: el económico y el de la
cultura y las instituciones.
Sin
embargo, ya desde el siglo xix los fundadores de las ciencias
sociales descubrieron que esta visión es falsa. El análisis del
devenir de todas las civilizaciones ha demostrado que si bien es
incuestionablemente cierto que la política, el arte, la ciencia, el
derecho, la religión, influyen sobre la economía, lo real es que es
ésta la que “en última instancia” determina al todo. Se sabe
bien, por ejemplo, que las religiones cambian al modificarse la
realidad económica, como también lo hacen los criterios estéticos
y la filosofía. Las ideas y hábitos de una determinada sociedad se
engendran en sus circunstancias, como dijera en frase poco original
José Ortega y Gasset. Es decir, lo que ocurra en la base económica
aflora a los pisos superiores de la vida social, transformado, hecho
idea, norma u obra de arte. El hombre piensa según como vive, aunque
sabemos que en la realidad las clases dominantes, gracias a su poder
logran imponer su ideología a las dominadas.
Esta
teoría, según la cual la estructura económica es, a final de
cuentas, el factor preponderante, se conoce como determinismo
económico, aunque cabe aclarar que ha sido vulgarizada, haciéndola
aparecer como una relación lineal, rígida, que va de lo económico
a las demás esferas, negando toda influencia inversa e incluso la
importancia del individuo en la sociedad. Nadie ha planteado
seriamente así las cosas. Se reconoce la influencia de la llamada
superestructura sobre la base económica, pero siempre como algo
subordinado, siendo la relación causal determinante la que va “de
abajo hacia arriba”.
Y
si aplicamos este principio teórico general a la realidad histórica
concreta, veremos que, siempre, al nacer un modo de producción
progresista florece con él toda la vida social. Por ejemplo, el
Renacimiento, surgido primero en Italia y expandido de allí a toda
Europa, era la manifestación cultural del capitalismo que brotaba de
las tinieblas de la Edad Media; ese es el verdadero significado
histórico de Da Vinci, Miguel Ángel, Lutero, Galileo, Bocaccio,
Chaucer, Erasmo y tantas otras figuras del arte y la ciencia. Para no
ir tan lejos, recordemos que en México el momento de máximo
esplendor de la educación viene asociado con la Revolución
Mexicana, y cobra particular ímpetu durante el periodo de Álvaro
Obregón, pero sobre todo con el General Cárdenas y Miguel Alemán.
El cine, la pintura de los grandes muralistas y la música alcanzaron
sus cotas más altas precisamente en la época ascendente del
capitalismo. Al brotar éste y desarrollarse, hizo florecer todo
alrededor suyo, haciendo, sin duda, invaluables aportaciones al saber
humano y a la producción, en una relación semejante a la que hay en
una planta entre la raíz y las flores.
Pero
siendo congruentes con la ley que venimos aplicando, en la medida que
esta forma de producir y organizar la vida social ha entrado en su
fase decadente, se descompone, como consecuencia natural, todo el
organismo social; es imposible que sólo envejezca o degenere un solo
órgano; la crisis no puede constreñirse sólo a la economía. Dado
el carácter unitario e integral del organismo social, debe
manifestarse necesariamente en todos los ámbitos. Para confirmarlo,
basta con ver el estado verdaderamente patético y vulgar del cine,
la música o la comedia que nos muestran en la televisión,
carteleras y conciertos masivos. Pero no es que “todo tiempo pasado
fuera mejor”, sino que estamos al final de una fase histórica, de
un modelo económico otrora vigoroso, pero que hoy muestra claros
signos de decrepitud y arrastra consigo en su declive a todo el
edificio social sobre él construido.
Tal
es el sombrío panorama que cualquiera puede ver. La agraviante
pobreza y el desempleo se expanden, y la riqueza se concentra en unas
cuantas fortunas. Aumenta aceleradamente el consumo de drogas y
alcohol entre los jóvenes. El deporte nacional es verdaderamente una
vergüenza, prácticamente sin ninguna capacidad competitiva, salvo
rarísimas excepciones. El nivel de la educación es, por decir lo
menos, lamentable, como evidencian las mediciones de la OCDE.
Mientras el misticismo y el fanatismo se propagan, las universidades
públicas reciben sólo a un porcentaje ínfimo de los aspirantes,
dejando fuera a la inmensa mayoría. Corrupción y delincuencia se
ahondan, lastimando terriblemente a nuestra sociedad, sobre todo a
sus sectores más débiles. El Estado ha dejado de funcionar en tanto
instrumento de protección social e impartición de justicia: casi
nadie confía en las policías, y menos en los diputados o en los
partidos políticos en el poder: basta sólo con ver los altísimos
niveles de abstención en los procesos electorales. En resumen,
nuestra sociedad está enferma, y la raíz de sus males radica en su
mal organizada estructura económica, esto es, en las relaciones
predominantes de propiedad y apropiación de la riqueza. De ahí se
derivan todos sus demás padecimientos. Y nada de esto es fortuito:
obedece a una necesidad histórica, perfectamente lógica.
Por
esto se impone con todo rigor la conclusión de que para hacer
florecer de nuevo a nuestra sociedad, es urgente rediseñar su
economía. Como señalaban los hombres de la Ilustración Francesa,
para abrir paso a una sociedad armoniosa, fraterna y próspera,
constituida con hombres nuevos, hay que cambiar las circunstancias en
que éstos viven y se forman. El hombre no es malo por naturaleza; lo
ha hecho así una sociedad que en su esencia es inhumana, cruel y
egoísta, y que lo forma a su imagen y semejanza. Por eso, como
decimos al inicio, urge un cambio en la estructura social.
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