viernes, 17 de agosto de 2018

La política exterior que asumirá el próximo gobierno

Después de todos estos años de apertura, activismo mexicano en foros internacionales y reformismo interno, México sigue sin cumplir con las normas internacionales y nacionales de derechos humanos.

La política exterior de derechos humanos de México durante la segunda mitad del siglo XX se basó en el principio de soberanía y no intervención. Bajo este esquema, la crítica internacional no era bienvenida. Hacia los últimos años del gobierno de Ernesto Zedillo, pero particularmente a partir del inicio del sexenio de Vicente Fox, se implementó una “vuelta en U”: México se abrió por completo al escrutinio crítico internacional. Así, durante los últimos veinte años, se han realizado decenas de visitas de monitoreo y procesos de revisión de informes sobre la situación de derechos humanos en México, lo cual ha resultado en numerosos informes críticos y alrededor de 2,500 recomendaciones al Estado mexicano[1]. Paralelamente, México pasó a tener un mayor protagonismo en distintos foros multilaterales, tanto en el marco de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como de la Organización de Estados Americanos (OEA), impulsando el desarrollo normativo, criticando a otros países e impulsando el desarrollo y apoyando la viabilidad financiera de los órganos internacionales de derechos humanos.
La presión generada por los órganos internacionales, en conjunto con la producida por las Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) nacionales e internacionales, orilló a los últimos tres gobiernos a desplegar un discurso de derechos humanos muy “correcto”, a ratificar cada vez más tratados y a reformar de manera repetida el marco legal e institucional interno.
Sin embargo, después de todos estos años de apertura, activismo mexicano en foros internacionales y reformismo interno, México sigue sin cumplir con las normas internacionales y nacionales de derechos humanos. En la actualidad, el país parece un gran queso gruyere, manchado por un sin número de hoyos negros en los que desaparece la dignidad humana, la justicia y las instituciones y se multiplican las atrocidades. De esta manera, la apertura, el activismo en foros multilaterales y el reformismo interno se entienden más bien como una respuesta táctica e instrumental ante la presión internacional e interna, que como un intento sincero por contribuir a solucionar el severo problema interno de derechos humanos.
En el sexenio que concluye, particularmente a partir de 2015, se dieron fuertes fricciones entre el gobierno y distintos órganos y procedimientos internacionales de derechos humanos. El gobierno se mostró sumamente irritable ante las críticas internacionales y reaccionó intempestivamente, cuestionando el contenido de los informes e incluso las intenciones, motivaciones, el conocimiento jurídico o la integridad ética de algunos de los expertos internacionales involucrados. En este sentido, aunque la apertura continuó, el gobierno de Peña Nieto envió señales que sugirieron una falta de convencimiento con respecto al valor o los méritos de la política de apertura.
Ante este panorama y por supuesto ante el proceso de transición en puerta, la pregunta obligada es ¿qué tipo de política exterior de derechos humanos desplegará el próximo gobierno? Es muy pronto para saber qué tan gruesa o delgada tendrá la piel el próximo gobierno con respecto a la crítica internacional, que suele ser incómoda y en ocasiones punzante; por lo que se deben contemplar todos los escenarios posibles. Supongo que el escenario que se empezó a perfilar durante los últimos años del gobierno de Peña Nieto es el menos probable. Me refiero al escenario de “la vuelta al pasado”; el retorno a la política exterior priista de derechos humanos, basada a rajatabla en el principio de soberanía y no intervención. Sus costos de reputación serían simplemente demasiado altos para el nuevo gobierno.
El segundo escenario es el de la continuidad de la apertura, el activismo multilateral y el reformismo, pero en la ya señalada lógica táctico-instrumental, dirigida únicamente a liberar o al menos administrar la presión. En este caso, la política exterior no aportaría nada positivo a la transformación profunda de las instituciones o de las relaciones estado-sociedad. Sería más de lo mismo.
Finalmente, una tercera opción sería la de mantener el activismo, la apertura y el reformismo interno, pero en una lógica distinta a la del manejo o la administración de las presiones y críticas externas: la convergencia auténtica y constructiva con los órganos internacionales de derechos humanos; una política exterior que viera en esos órganos (y otros actores externos) a un aliado en la búsqueda de soluciones, más que molestas instancias externas que fastidian todo el tiempo y dificultan la gobernabilidad con sus críticas y cuestionamientos.
En este esquema, las dinámicas e influencias externas podrían reforzar y facilitar las internas, apuntalando los esfuerzos por trastocar las políticas, estructuras de incentivos, esquemas de entendimiento y prácticas que propician la violación de derechos humanos. Asumir una postura de este tipo, no obstante, no es fácil; requiere de mucha madurez política, disposición a ir en contra de intereses creados y un amplio sentido de compromiso con la auténtica transformación de las relaciones estado-sociedad. ¿Qué ruta seguirá el próximo gobierno? Sólo el tiempo lo dirá.

* Alejandro Anaya Muñoz es Profesor-investigador del Departamento de Estudios Sociopolíticos y Jurídicos y Coordinador de la Maestría en Derechos Humanos y Paz del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) y miembro del Consejo Directivo de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (@CMDPDH).

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