Abel
Pérez Zamorano
Es
frecuente escuchar de parte de los dueños de la riqueza la falsa
explicación de la pobreza consistente en que los pobres están así
porque son viciosos, holgazanes y negligentes. Esta visión, frívola
y falsa, además de ser insultante para el pueblo y hundirlo bajo los
peores calificativos, pretende caracterizar a toda la clase pobre con
las deformaciones de sólo una pequeña parte de la misma, pues si
bien es cierto que un sector del pueblo se rinde espiritualmente y se
hunde bajo el peso de la pobreza, esto es un fenómeno social
histórico que caracteriza a todas las sociedades capitalistas y no
abarca ni de lejos a todos los pobres.
La
explicación en cuestión carece de fundamento científico, pues en
la realidad son los trabajadores quienes con su esfuerzo crean toda
la riqueza. El trabajo es la savia vital que nutre a la sociedad
entera y hace posibles las maravillas de la producción y las
gigantescas fortunas con ella amasadas. Lo cierto es que en nuestra
sociedad quienes tienen no trabajan y quienes trabajan no tienen,
contrariamente a la versión que pretende hacer aparecer a los
acaparadores de la riqueza como los verdaderos trabajadores, y a
obreros y campesinos como flojos incorregibles que en el pecado
llevan la penitencia.
Pero
detengámonos un poco en el argumento. Si bien es cierto, un sector
de los pobres se envilece, ello no es causa sino consecuencia de las
condiciones de vida. La inmensa mayoría del pueblo, no sólo en
México, sino en toda América Latina, vive en pobreza, hambre
permanente, ignorancia e inseguridad en el empleo. En muchas familias
la pregunta no es qué se comerá mañana, sino más bien si comerá.
A ello se agrega el mal trato y las humillaciones en el trabajo, o
las condiciones precarias de miles de infelices que ofrecen cualquier
producto (las más de las veces inútil) en los cruceros de las
grandes ciudades sin la seguridad de poder llevar a casa algo de
comer.
Tampoco
hace falta una gran imaginación para entender las angustias que
padecen las jóvenes madres solteras que, carentes de apoyo oficial,
no pueden ir tranquilas a trabajar o estudiar, dejando a sus hijos
sin cuidado alguno, o la frustración de millones de jóvenes pobres
de la ciudad para quienes la sociedad no ofrece más que cárcel,
palos y desprecio, o de las familias desintegradas por la migración,
o en fin, la de los millones de campesinos que luego de un año
entero de trabajo encuentran que sus cosechas no pueden ser vendidas
o si lo son será en condiciones ruinosas.
En
condiciones así, es de lógica elemental que un cierto sector de las
clases pobres (que no todos ellos, como pretenden los poderosos)
sufra un deterioro no sólo físico, sino mental y moral, y que en
ellos se incuben vicios y sentimientos antisociales. En tales
condiciones nadie puede llevar una vida alegre y optimista (aunque
los “especialistas” en desarrollo personal prediquen que se puede
ser muy feliz así). Las circunstancias conspiran contra la alegría.
Ciertamente, algunos sectores de pobres buscan adaptarse a la
sociedad actual en lugar de transformarla, pero lo verdaderamente
admirable no es que ello ocurra, sino que a pesar de todo, en la
mayoría sobreviva el espíritu solidario y la dignidad, y que el
pueblo conserve su capacidad de resistencia, indignación y capacidad
para reclamar su derecho a una vida mejor.
Así
pues, no son los vicios la causa de la pobreza, sino a la inversa:
esas calamidades se deben a la concentración de la riqueza en unas
cuantas fortunas fabulosas, verdadera causa que se pretende ocultar
tras la cortina de humo de que los pobres son los causantes de sus
propias desgracias. Culpar al pobre de sus males viene a ser entonces
el escarnio después del despojo, pues primero se le priva de la
riqueza que él mismo ha generado, luego se le culpa de su situación
y encima se le insulta.
Ante
versiones como la aquí comentada, no podemos perder de vista que el
pueblo es la única fuerza transformadora, capaz de abrirle paso a
toda la sociedad hacia estadios superiores de bienestar. Sólo el
pueblo pobre es portador de futuro, de cambio, pues las clases
acomodadas ni por asomo tendrán jamás la voluntad de renunciar a
los privilegios de que hoy gozan. Pero no sólo eso, sino que éstas
al tener conciencia de lo que el pueblo representa procuran
denigrarlo y sembrar en él ideas de inferioridad e incapacidad con
el fin de persuadirlo de que su situación no tiene remedio.
Consecuentemente,
es necesario educar con verdadero ahínco, para revitalizar las
esperanzas y la confianza en que un futuro mejor es posible, para que
el pueblo todo asuma su papel y transforme las actuales
circunstancias en su beneficio, aplicando una política que promueva
una distribución menos injusta de la riqueza. Cuando todo ser humano
tenga un ingreso seguro, digno y suficiente para satisfacer a
plenitud sus necesidades, seguro estoy de que si bien, no
desaparecerán, al menos habrán de reducirse drásticamente las
lacras sociales que tanto escandalizan a las buenas conciencias de la
aristocracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario