Aquiles
Córdova Morán
Circula
profusamente en la “red” el discurso que el candidato
presidencial de MORENA, Lic. Andrés Manuel López Obrador, pronunció
el 20 de junio de este año en los Reyes Acaquilpan, Estado de
México, ante un auditorio de varios miles de personas. Se trata de
una pieza oratoria muy interesante, o, quizá sea mejor decir,
asombrosa e impactante. Paso a decir por qué.
Dirigiendo
sus dardos contra los irónicamente designados como “académicos”
e “intelectuales”, el candidato morenista los acusó de
teóricamente atrasados por seguir aferrados a la vieja idea de que
las grandes fortunas de las clases altas, empresarios e
inversionistas en general, proceden de la explotación a que someten
a sus trabajadores a quienes escamotean una parte de la riqueza
producida por ellos, misma que atesoran y conservan para su propio
beneficio y disfrute. Y luego de esta breve e incomprensible síntesis
de la teoría marxista de la plusvalía, el Lic. López Obrador la
echó de un papirotazo al cesto de la basura con el siguiente
argumento: esta manera de ver las cosas no solo es anticuada, sino
que, adicionalmente, en México “no aplica” de ningún modo.
Aquí, dijo, las riquezas de los poderosos no proceden de la
explotación de los obreros sino de la corrupción; todas se han
amasado al amparo del poder público y, por eso, el remedio contra la
pobreza y la marginación de las masas es erradicar esa corrupción
oficial, barrer con ella hasta no dejar piedra sobre piedra. No son
exactamente sus palabras pero sí su idea esencial.
¿Es
cierto esto? ¿Es así como realmente se explican la desigualdad y la
consiguiente pobreza de las clases populares, incluida la llevada y
traída “clase media” que cada día se reduce más y más? Marx,
estudiando el proceso de la circulación de las mercancías,
descubrió que su forma simple es “vender para comprar”, es
decir, el productor vende su producto para, con el fruto de su venta,
poder comprar lo que necesita para vivir con su familia. Sin embargo,
al evolucionar el sistema de producción de mercancías, la forma
predominante de su circulación se transforma en otra distinta:
comprar para vender, es decir, se invierte dinero en mercancías para
luego convertirlas nuevamente en dinero. La fórmula simplificada
sería D-D, dinero para obtener dinero. Resulta obvio que, así
dicho, el asunto parece absurdo, pues nadie cambia dinero por dinero
sin mayor motivo. Basado en eso, Marx entendió que la lógica del
mercado exige invertir dinero para extraer dinero pero no en la misma
cantidad, sino en una cantidad mayor. La fórmula D-D encierra, por
tanto, una desigualdad: la primera D es menor que la segunda.
Sin
embargo, la economía clásica demostró que, en general, salvo muy
raras excepciones, el intercambio siempre es entre equivalentes, es
decir, que de acuerdo con esto, D forzosamente tiene que ser igual a
D, pero en ese caso desaparecería no solo la circulación, sino
también la producción de mercancías y, con ello, la misma sociedad
humana. Pero para que la D que se extrae del mercado sea mayor que la
D que se invierte, existe una y solo una posibilidad: dar con una
mercancía cuyo valor sea menor que el valor que ella misma produce
durante su consumo. Y esa mercancía “milagrosa” existe y se
llama “fuerza humana de trabajo” cuyo valor es el salario que se
abona a su dueño. La plusvalía, es decir, la ganancia del
inversionista, dijo Marx, es la diferencia entre el salario del
obrero y el valor que éste produce durante la jornada de trabajo. No
hay otra explicación racional posible.
Pero,
según el discurso del candidato de MORENA, la riqueza acumulada por
las clases altas nace de las arcas públicas, del “gobierno
corrupto”, que así beneficia a sus amigos. La pregunta es
inevitable: ¿y de dónde sale la riqueza del gobierno? ¿Debemos
pensar que la fabrica él mismo mediante el sencillo recurso de echar
a funcionar la maquinita de hacer billetes? Es decir, ¿debemos
identificar sin más riqueza con billetes de banco? Y si no, ¿qué
es realmente la riqueza? La respuesta la conoce cualquier estudiante
aventajado de preparatoria: la riqueza de un país la integran la
cantidad total de bienes (es decir, de objetos materiales necesarios
para la vida humana) y servicios que ese país produce en un período
de tiempo determinado, un año por ejemplo. En consecuencia, el
dinero no es sino la forma general que reviste la riqueza social para
poder ser acumulada o reinvertida. “El oro”, escribió Marx, “es
el representante corporal de la riqueza material… el compendio de
la riqueza social”. Y los bienes y servicios se transforman en
dinero y en ganacias para sus dueños mediante la actividad de
compra-venta en los mercados correspondientes.
Vistas
y entendidas así las cosas, resulta claro que el “gobierno” no
produce riqueza alguna y, por tanto, mal puede enriquecer a otros por
muy dispuesto que se halle a favorecerlos y “ampararlos”. Si,
como López Obrador sostiene, el Estado o el gobierno pudieran
enriquecer por sí mismos a las gentes, de ello se deduciría que un
país no necesita trabajar ni producir nada, sino solo eliminar la
corrupción oficial y desviar la corriente de riqueza que fluye de
aquellas instancias hacia las clases populares, para hacer la
felicidad de todos. Es decir, habríamos descubierto una nueva
fuente, inagotable y milagrosa, de riqueza social, que nos ahorraría
el penoso deber de fabricarla con nuestro esfuerzo y sudor.
No
hay discusión sobre el hecho de que el Estado juega un papel
importantísimo en el enriquecimiento de las clases altas. Maneja la
hacienda pública y tiene potestad sobre los bienes y recursos
(materiales e intangibles) que constituyen el patrimonio de la
nación. Puede, por eso, gastar el presupuesto en obras y servicios
que ayuden a las empresas, bancos y comercios, a realizar sus
negocios con menos gastos y, por tanto, con mayores beneficios; puede
otorgar concesiones para la explotación de los recursos públicos
mediante el pago de regalías irrisorias; puede conceder excensiones
de impuestos; permitir la fuga de dinero a paraísos fiscales; hacer
la vista gorda ante argucias contables para evadir al fisco; puede
mantener por fuerza bajos los salarios; atar las manos a los
sindicatos para evitar que luchen por mejores condiciones para sus
agremiados, y puede diseñar una política fiscal que castigue los
salarios y el consumo protegiendo las grandes utilidades. Puede hacer
todo esto y más; pero lo que no puede hacer es crear
riqueza por sí mismo para
repartirla entre sus “cuates”, como supone López Obrador. El
dinero que el gobierno maneja sale de los bolsillos de los ciudadanos
en forma de impuestos, y estos, a su vez, salen del salario, sueldo o
ganancia, es decir, del proceso de producción de bienes y servicios,
sin el cual no habría salarios, sueldos ni utilidades, como lo
entendería un bebé recién destetado. Las dádivas y los “apoyos”
del gobierno aceleran el enriquecimiento de las élites y el
empobrecimiento de las mayorías, facilitando y haciendo más
rentables los negocios de los primeros, pero no los sustituye.
La “corrupción” oficial es “además de”, no en “lugar de”
la actividad productiva y la explotación de la mano de obra
asalariada.
La
teoría económica mercantilista explicaba el enriquecimiento de las
clases dominantes de su época, diciendo que su utilidad provenía de
comprar barato en un lugar para vender caro en otro. Marx demostró
que este razonamiento puede explicar la fortuna de alguno o algunos
vivales en casos excepcionales; pero que, tomada la sociedad en su
conjunto, es absolutamente falso, una explicación que no explica
nada, puesto que dado que el mercado no genera riqueza sino solo la
hace circular, al final de todas las operaciones de compra-venta la
riqueza social seguirá siendo exactamente la misma, es decir, no
habrá aumentado ni un palmo. El comercio abusivo, donde y en la
medida en que puede existir, solo genera una redistribución
de la riqueza de la sociedad entre sus miembros,
pero no es capaz de aumentarla en un solo gramo.
La
confusión teórica del candidato de MORENA es exactamente igual a la
de los viejos mercantilistas (¿quién es, pues, el anticuado?) ya
que confunde la capacidad del Estado para
redistribuir la riqueza en
favor de las clases dominantes, con la capacidad
de crear esa riqueza,
algo que corresponde única y exclusivamente al trabajo humano. Y
esta verdad es tan evidente e innegable, que la reconocen todas las
escuelas económicas antiguas y modernas, objetivas y subjetivas,
normativas y positivas, matemáticas y discursivas, con independencia
de la manera en que expliquen el origen de las ganancias del capital,
pues no todas aceptan la teoría marxista de la plusvalía.
Por
eso es asombroso e impactante que un fuerte candidato a ganar la
presidencia de México, muestre tal confusión de ideas y formule
como remedio infalible a la desigualdad y la pobreza de los mexicanos
la erradicación de la corrupción. Y que, en cambio, no diga nada
respecto a la verdadera medicina, al verdadero reto que enfrentaría
su hipotético gobierno: trabajo para todos, salarios remuneradores
para todos, una política fiscal progresiva y una enérgica
reorientación del gasto social. Todo esto, naturalmente, sin
menoscabo del combate a la corrupción, en el cual todos los
mexicanos estamos de acuerdo.
He
oído decir que entre los electores hay miedo a votar por otro
candidato que no sea el de MORENA, porque piensan que se desataría
tal vez una guerra civil en caso de que las urnas arrojen un ganador
distinto al morenista. Por mi parte, además de que veo remota esa
probabilidad, creo firmemente que la mejor manera de conjurar ese
peligro y de atar las manos a los belicosos de todos los partidos, es
pregonando alto y fuerte, desde hoy mismo, que estamos dispuestos a
respetar el veredicto de las urnas y a trabajar todos unidos por
México, aún en el caso de que el ganador sea López Obrador, al
menos hasta que sus hechos ratifiquen o rectifiquen esta decisión.
Vale.
No hay comentarios:
Publicar un comentario