viernes, 5 de marzo de 2021

LA VACUNACIÓN DE LA POBLACIÓN PENITENCIARIA ES UNA RESPONSABILIDAD SOCIAL Y SANITARIA URGENTE


Las personas privadas de libertad han adolecido como ningún otro grupo poblacional los estragos de la pandemia. Se les quitó el trabajo, el deporte, la salud, el acceso a visitas familiares, visitas íntimas, y el simple hecho de salir a tomar el sol y, aún así, el esquema de vacunación mencionado por Hugo López Gatell, el pasado 2 de febrero, solo contempló a las personas mayores de 60. Esto no es suficiente y, a largo plazo, dañino para el resto de la población.

El contexto de deficiencias de servicios de salud en el 40.44%[2] de todos los centros penitenciarios del país, así como la sobrepoblación en el 33%[3] de los centros estatales hizo impensable la posibilidad de la sana distancia desde el inicio. Como consecuencia, el hacinamiento anteriormente mencionado y la reclusión a celdas de castigo se empezaron a convertir en normas. Los atropellos a derechos humanos llevaron a la absoluta desesperación de familiares que rogaban por saber el mínimo de información, que las autoridades se rehusaron a proporcionar. Esto llevó a que, como anunció la CNDH, se hicieran en este año 1,038 quejas, de las cuales el 51% fueron sobre el derecho a la salud. Un incremento de 717% a comparación con el 2019, donde se hicieron 138, pero sorprendentemente ameritó la misma cantidad de recomendaciones en ambos años: tan solo 13.

Sin la protección de los organismos fundados y puestos para velar por los derechos humanos de todo el grueso poblacional o, más bien, con apoyos que parecieron inconsecuentes e irrelevantes para atacar los efectos de la pandemia, las personas privadas de libertad se han visto forzadas a sobrevivir en la pandemia con todos los elementos en su contra. Además, como ya se dijo anteriormente, de los 4 mil 305 contagios contabilizados, 3 mil 791 corresponden a personas privadas de libertad, mientras 514 corresponden a personal de los centros. Esto tiene efectos profundos en la población general, no solo en lo que respecta al sistema penitenciario.

Los centros de reinserción social, estatales, federales y militares, no son espacios asilados completamente herméticos como lo podría ser un hospital Covid-19. Las personas, inclusive con rotaciones y medidas de salubridad relativas, regresan a sus casas, a sus comunidades que pueden estar en los centros de ciudades, van a hacer compras del supermercado, tienen familias y el potencial de contagios que pueden propagar por cumplir sus funciones no pueden ser menospreciadas. Vacunar a las personas privadas de libertad, así como al personal penitenciario, tiene una mayor importancia que solamente podría ser comparable con el personal médico. Las consecuencias de hacer caso omiso, por punitivismo, estigma y resentimiento social hacia lo que suceda dentro de los centros penitenciarios, tiene efectos graves en el resto de la población.

En el caso, además, de centros que se encuentran alejados de zonas urbanas, puede ser aún más agudo. En pequeñas poblaciones donde la economía local recae principalmente en la existencia de dicho centro, la posibilidad de contagios masivos terminará por decimar a poblaciones que no tendrían acceso a hospitales preparados para hacer frente a la crisis. Defender los derechos de las personas privadas de libertad, su acceso a la salud en el contexto pandémico, significa cuidarnos a todas y todos.

Tenemos la responsabilidad social de vacunar a las personas más vulnerables, a las personas que más han arriesgado y perdido por los efectos de la pandemia. Entender que las personas privadas de libertad forman parte de ese grupo es esencial para poder comenzar a reconstruir el país.

El problema parece ser que las propias autoridades penitenciarias no han podido abstraer la importancia del papel que tienen para poder cuidar no solo a la población que atienden, sino a las miles de personas que convergen a través del sistema penitenciario. Desde ASILEGAL, hace una semana litigamos el caso de Esthela, una mujer privada de libertad con condiciones médicas que la convierten en población altamente vulnerable, por lo que se presentó una petición administrativa para que pudiera tener acceso a la vacuna antes de que su vida se ponga aún más en riesgo.

Al ser presentadas las autoridades penitenciarias con la oportunidad por pugnar e interesarse por su población, la respuesta ante la petición fue negativa y defensiva. Argumentaron que en tanto la secretaría de salud no hizo una referencia específica a la población privada de libertad, no perciben estar obligados a proporcionar la vacuna. Esto demuestra que las autoridades no tienen la intención de colaborar y demandar a otros organismos por la población que es su responsabilidad. Afortunadamente, el juez resolvió a favor de Esthela y las autoridades penitenciarias se verán obligadas a exigir a la secretaría de salud que se tome su población en cuenta, pero al mismo tiempo, queda la duda sobre cuántos sistemas penitenciarios estatales seguirán la pauta si no son obligadas por un juez.

El caso de Esthela, el peligro que corre su vida, se replica en todos los centros penitenciarios del país. Y debemos no bajar el dedo del renglón: la responsabilidad social por vacunar a las personas privadas de libertad, se relaciona íntimamente con lograr darle fin a esta crisis sanitaria. Debemos vacunar a todas las personas que convergen dentro del sistema penitenciario urgentemente.


ATENTAMENTE

Asistencia Legal por los Derechos Humanos AC ASILEGAL

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