Aquiles
Córdova Morán
Cada
día es más claro que, por primera vez en muchos años, hay una
verdadera división en la clase dominante de EE. UU.: de un lado, los
partidarios del capital productivo, y del otro, los partidarios del
capital básicamente especulativo. Grosso
modo:
el capital industrial y comercial, de una parte, y el capital
bancario de la otra. Y según competentes conocedores de la
geopolítica,
el presidente Donald Trump representa a los primeros, mientras las
grandes figuras del Partido
Demócrata
(e incluso algunos republicanos) respaldan abiertamente a los
segundos.
En
la escena mundial, que es la que aquí nos interesa, el diferendo
entre las dos poderosas fuerzas norteamericanas se traduce, según
los mismos especialistas, en lo siguiente. Donald Trump y su
corriente sostienen que es hora de abandonar el imperialismo
territorial, es decir, el que exige la presencia física y el dominio
político directo de EE. UU. sobre el territorio y la población de
los países débiles o menos poderosos que él, como condición sine
qua non para
aprovechar sus riquezas naturales, su mercado interno y su mano de
obra. Y sustituirlo por la superioridad económica, por mayor
producción y productividad, por la innovación acelerada en calidad
y variedad de la oferta (incluso creando productos nuevos y
atractivos) para conquistar mercados y dominar al mundo sin necesidad
de la manu
militari. Esto
sin olvidar, desde luego, la superioridad militar absoluta, pero como
recurso disuasivo y como espada de Damocles sobre las cabezas de
posibles rebeldes, pasando a la acción solo en casos extremos.
La
corriente contraria defiende, obviamente, el empleo de la guerra, de
la desestabilización e incluso de la destrucción y el caos total de
las naciones menos poderosas, para asegurarse su sometimiento total y
la explotación sin trabas de todo lo utilizable sin correr el riesgo
de protestas o levantamientos armados, encabezados por un Estado
“nacionalista” cuya existencia o reorganización no se
permitiría, de ningún modo, según esta teoría. Es la política
que hemos visto aplicar en el norte de África, en Egipto, Irak,
Afganistán, Líbano, Palestina, Siria y otros.
Vistas
así las cosas, la posición imperialista del presidente Donald Trump
y sus seguidores resulta más “civilizada” y menos brutal y
peligrosa que la de sus oponentes, al menos en el corto plazo (en el
largo, no podemos predecir qué sucederá), por cuanto que se propone
alcanzar el dominio del planeta por medios esencialmente económicos,
ganando los mercados del mundo con mayor calidad, menores precios y
oferta más variada, y dejando el uso de las armas solo como amenaza
o como último recurso en caso necesario. Es así como cobran sentido
y una lógica profunda muchas de las acciones del presidente Donald
Trump, que sus enemigos de dentro y de fuera califican de “locuras”,
“incongruencias”, “falta de oficio político o de conocimientos
económicos” y hasta de “traición a la patria”, por tratar
mejor a los “tiranos” y enemigos que a los aliados del país.
Una
de estas “locuras”, o una “traición a la patria” según los
más viscerales, es precisamente su reciente entrevista con el
presidente ruso Vladimir V. Putin. Y es que en dicha “cumbre”,
Donald Trump se atrevió a reconocer públicamente que la famosa
injerencia de hackers rusos en las elecciones que lo hicieron
presidente, es una falsedad; que no hay pruebas de ello y que las
investigaciones del FBI son un desastre. Coincidió, además, con su
homólogo ruso, en la necesidad de trabajar juntos por la distensión
de las relaciones entre ambos países y en darle continuidad a la
discusión constructiva sobre desarme, comercio, conflictos mundiales
como los de Siria y Ucrania y, en síntesis, sumar esfuerzos para
alcanzar la paz mundial. Para quien no tenga cerradas las
entendederas (sea por un reaccionarismo congénito, porque obedece
“órdenes superiores” o porque trabaja a sueldo de poderosísimos
intereses políticos y económicos de alcance mundial), resulta claro
que tales acuerdos preliminares entre las dos superpotencias
nucleares son un respiro para la humanidad entera; que el
aflojamiento de las tensiones entre EE. UU. y Rusia aleja el peligro
de una catástrofe nuclear que, de producirse, arrasaría con
cualquier vestigio de civilización y que, por eso (aunque no sea más
que por eso), todos los seres humanos racionales (los intereses
políticos y económicos vuelven irracionales, y hasta bestializan a
muchos que, en apariencia, pertenecen a nuestra especie) deberíamos
estar satisfechos y aplaudir los frutos de vida y de paz de la
conferencia de Helsinki.
Pero,
lejos de eso, los medios más poderosos de EE. UU. se han lanzado a
la yugular del presidente Donald Trump y contra la entrevista de
Helsinki y sus resultados, acusando al primero de ser amigo de los
“tiranos” y verdugo de sus aliados; de haberse “rendido” ante
el presidente Vladimir Putin al que casi “se le puso de alfombra”,
y solo le faltó pedirle una selfie
como imborrable recuerdo. No se explican, dicen, cómo es posible que
el Presidente de los EE. UU. tenga más confianza en la palabra de
“un tirano” que en las investigaciones de sus propios órganos de
inteligencia. Hasta donde he podido leer, todas las críticas se
mueven en el terreno del insulto y se escudan tras la generalidad y
abstracción de las acusaciones y reclamos; nadie quiere o puede
concretar en qué y por qué fue errónea y servil la conducta de
Donald Trump ante otro Jefe de Estado igual a él.
No
hay más remedio que concluir, como ya lo han hecho otros antes que
yo (y más calificados que yo), que la rabia y los irracionales
ataques obedecen, justamente, al tímido y aun no materializado
primer paso hacia la distensión con Rusia. Es decir, provienen de
los intereses radicalmente opuestos a la paz en el mundo; de aquellos
cuya fortuna y cuya alma entera están por la guerra porque viven de
la guerra; porque sus grandes fábricas de armas solo encuentran
suficientes compradores cuando suenan los tambores de guerra, cuando
crecen los temores de un choque armado, y mejor si ese choque se
anuncia con carácter mundial. Son los enemigos de la paz (porque
medran con la guerra) los que critican al presidente Donald Trump e
insultan al presidente Vladimir Putin por haberse atrevido a hablar
de distensión entre sus países y de trabajar unidos por la paz del
mundo.
Y,
por lo visto, los partidarios de la guerra son los que gozan de mayor
influencia en los medios, incluidos los mexicanos. En efecto. Se
puede buscar con la lámpara de Diógenes en la mano a algún medio,
columnista o politólogo mexicanos, de los que realmente influyen en
la opinión pública, que aplauda lo ocurrido en Helsinki o, al
menos, que diga la verdad escueta de lo ocurrido. Buscará en vano el
que lo haga. Todos repiten, como párvulos aprendiendo la tabla del
dos, las mentira e injurias contra Donald Trump y contra Rusia y su
presidente, el muy inteligente y hábil estratega político (no es mi
opinión personal, es la del mundo entero, aunque pocos lo digan)
Vladimir V. Putin.
Nuestros
medios informativos se han lanzado de cabeza en la segunda “guerra
fría” sin pensarlo mucho. Olvidan que, como dijera algún filósofo
y repitiera Marx, las cosas en la historia ocurren dos veces: la
primera vez como tragedia y la segunda como farsa. La segunda “guerra
fría” es la farsa, y quienes participan en ella, aunque no lo
sepan, hacen el ridículo. Acusar a Putin de “tirano” es una
mentira sin sustento y un error grotesco, copiado simiescamente de
quienes dictan la línea; afirmar que la fabricación y el comercio
mundial de armas, letales como nunca, es una necesidad frente a la
ambición rusa de dominio mundial, es una tontería ab
ovo usque ad mala,
como decían los antiguos romanos. Quienes lo afirman, desconocen u
olvidan que la Rusia de hoy no es la URSS de antaño, que el fantasma
del comunismo no existe más en ese país y que, si alguien no
necesita conquistar territorios, recursos naturales y mercados
ajenos, esa es Rusia, que con sus más de 17 millones de kilómetros
cuadrados, es la sexta parte del globo. Que, además, con su vecindad
y amistad con China, dispone de un mercado de 1,300 millones de seres
humanos con una buena capacidad de compra. ¿Qué dicen a esto
quienes pintan a Rusia y a su Presidente como aves de rapiña al
acecho de Europa?
Pero
la ignorancia de los que opinan es lo de menos. Lo importante es que,
con sus mentiras, instilan sin pausa en la conciencia del público el
odio hacia los verdaderos amigos de la paz (Rusia, China, India,
Corea del Norte, Cuba, Venezuela, por decir algunos) y preparan las
mentes para aceptar, y hasta aplaudir en su caso, el
desencadenamiento de una guerra de agresión, que puede ocurrir en
nuestro propio subcontinente latinoamericano, en nuestro propio país.
Insensibilizan a la gente ante el riesgo de una hecatombe nuclear que
barrería todo vestigio de vida en el planeta. Esa propaganda mendaz
nos pone a todos una venda en los ojos al tiempo que nos empuja al
abismo de la guerra. Hoy por hoy, y sin caer en la ingenuidad, el
inmediatismo o las falsas ilusiones, el mundo debe ver con esperanza
el acercamiento entre EE. UU. y Rusia; debe apoyar la política del
presidente Donald Trump por ser más racional (y por tanto más
humana) que la de sus oponentes. En una palabra, debemos estar
(aunque sea solo coyunturalmente) del lado de Donald Trump y Vladimir
Putin, y en desacuerdo radical con quienes pregonan y abanderan la
guerra. Eso dicta el sentido común.
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