Aquiles Córdova
Morán
A estas alturas, el Movimiento Antorchista Nacional es
ya una fuerza político-electoral muy considerable. No daré cifras exactas para
no provocar dudas que puedan desviar la atención de los posibles lectores con
respecto al tema central de este artículo, ni objeciones inútiles de quienes no
ven con buenos ojos nuestro esfuerzo organizativo. Me limitaré a señalar que
nuestra presencia en los 32 estados del país es un hecho real y fácilmente
comprobable; y que en ninguno de ellos nuestra membresía es inferior a los 25
mil afiliados, aunque hay entidades en que rebasamos con creces los 300 mil.
Pero también es un hecho innegable que la imagen
pública del antorchismo está muy lejos de ser lo que debiera ser; que la
mayoría de los mexicanos piensa todavía de nosotros lo que oye, mira o lee en
los medios informativos, esto es, que los antorchistas somos una horda de invasores
de terrenos y de viviendas; de perturbadores de la tranquilidad pública con
marchas, mítines y otros tipos de protesta callejera sin motivo justificado; de
chantajistas que lucramos con la pobreza de la gente y con la “debilidad” de
las autoridades que nos toleran todo; de camorristas, porros, violentos,
paramilitares, brazo armado del PRI y otras lindezas por el estilo.
Esta es, repito, la imagen que la mayoría de los
medios informativos han sembrado en la mente de muchos mexicanos a lo largo de
los 44 años de existencia de nuestra organización. Con una pertinacia
sorprendente y con un odio ferino, más sorprendente aún, la mayoría de la
prensa, con rarísimas excepciones, se ha dedicado a martillar en el cerebro del
público algunas de aquellas acusaciones, o todas juntas a la vez, con el claro
propósito de generar rechazo violento en el ciudadano común y de abonar el
terreno para el trato despótico, agresivo o abiertamente represivo, de las
autoridades, en contra nuestra. (Un ejemplo reciente de este empeño enfermizo
por calumniarnos, acaba de ocurrir en el único encuentro masivo de Antorcha con
el candidato presidencial José Antonio Meade, en Ixtapaluca, Estado de México.
En su discurso, el candidato Meade llamó a los asistentes a “frenar” al
candidato, de MORENA; pero el contexto y el tono en que lo dijo no dejan ningún
lugar a la equivocación: llamó a “frenarlo” mediante el voto popular, como es
su legítimo derecho. Pero toda la prensa favorable a MORENA, y algunos más, se
han lanzado a calumniar afirmando que Meade “pidió” a los “antorchos” emplear
la violencia en contra del candidato opositor. Un absoluto despropósito, además
de una mentira flagrante, que vienen repitiendo desde entonces sin inmutarse.
Curiosamente, por cierto, ni el PRI ni el equipo de campaña de Meade han dicho
una palabra sobre este sucio infundio).
Sería dejar las cosas a medias, sin embargo, denunciar
esta campaña mediática sin intentar alguna explicación de sus causas. Para
muchos la cosa es clara: simplemente, la prensa se limita a reflejar en sus
páginas la simple realidad de los hechos, es decir, que la pésima imagen que
traza de nosotros es la pura verdad y nada más que la verdad. Pero, aunque
quienes así piensan tienen todo el derecho a hacerlo, nosotros, también en
nuestro derecho, hemos negado siempre que los medios digan la verdad; los hemos
refutado con puntualidad, con todo detalle, con fechas, hechos probados y
documentos; y hemos señalado en cada ocasión, como contraste, la absoluta ausencia
de iguales o parecidas pruebas en los trabajos periodísticos de quienes nos
acusan, hemos probado que manejan sus acusaciones como si se tratara de axiomas
que no requieren demostración alguna. Y hemos señalado que aun los informadores
y columnistas con pujos de rigor y honestidad intelectuales, a lo más que se
atreven es a citar a otros colegas suyos que han dicho o repetido lo mismo antes
que ellos, pero igualmente sin ningún sustento. Semejante “prueba”, hemos dicho
con razón, no prueba nada, salvo el contubernio y la solidaridad entre
calumniadores.
Sobre esta base, hemos concluido que la culpa de medios
y comunicadores que nos incriminan se reduce a la venalidad y al servilismo (y
alguna muy rara vez a la ingenuidad), es decir, a vender sus páginas (los
medios) y su pluma (los comunicadores) a sus empleadores y a los verdaderos
interesados en frenar, y eventualmente destruir, al Movimiento Antorchista
Nacional. Se trata de grupos influyentes, con poder económico o político, que temen
que Antorcha se convierta en un competidor capaz de poner en riesgo sus
intereses. Hay aquí motivos ideológicos (los de las “izquierdas”, que se
sienten dueñas de la verdad “revolucionaria” y de las masas populares) o temor a
perder las cuotas de poder, candidaturas, altos cargos administrativos y de
elección popular (aquí entran los grupos y partidos que tradicionalmente han
detentado el poder del país, razón por la cual se sienten dueños absolutos del mismo).
Es decir, se trata de una suma (expresa o espontánea) de fuerzas de
“izquierda”, de “derecha” y de “centro” que ven en nosotros al enemigo común a
vencer. Estos poderes que los respaldan, y el dinero u otras canonjías que de ellos
reciben, son los que explican la tenacidad, la ferocidad, la falta de
escrúpulos y la unanimidad del ataque contra los antorchistas, perpetrado por
gentes a las que jamás hemos hecho daño alguno.
Ahora bien, el crecimiento masivo, político-electoral
de Antorcha del que hablé al principio, ha hecho aflorar, de algunos años a la
fecha, una curiosa contradicción de los grupos políticos que ambicionan ganar o
conservar el poder. Esta contradicción está integrada por dos problemas esenciales:
a) convencer a los antorchistas de sumar su capital electoral en apoyo a los
mismos que llevan años acusándolos de los peores crímenes, de las conductas más
bajas y de las ambiciones más vergonzosas; b) al mismo tiempo, justificar ante sus
seguidores y ante la opinión pública esa “alianza contra natura” con el
monstruo de corrupción que ellos mismos han forjado, sin perder prestigio ni aparecer
como simples hambrientos de poder por el poder mismo.
Por lo que nos consta, nadie le ha hallado la
cuadratura al círculo. Todos (o casi) optan por la conducta esquizofrénica de
buscar “ablandarnos” con ofrecimientos mínimos, hechos lejos de los reflectores
mediáticos, en vergonzoso secreto; y públicamente seguir con su viejo discurso
descalificatorio para salvar la cara ante la opinión nacional. Pero esta
“solución”, totalmente parcial e inequitativa, se topa con dos graves
obstáculos: 1) que los antorchistas no se chupan el dedo respecto al valor de
su capital electoral; 2) que un “arreglo” de esa naturaleza dejaría muy mal
parados a los líderes antorchistas frente a sus bases, lo que, adicionalmente,
les ataría las manos para cumplir lo pactado, es decir, para hacer una
promoción leal, enérgica, abierta y masiva en favor del candidato o partido con
el que hubieran llegado a acuerdo tan desventajoso. ¿Cómo convencerían a su
gente; qué discurso, qué argumento legítimo y convincente podrían utilizar para
encender en ella la llama del entusiasmo, del orgullo legítimo, de la entrega
total y sin reservas a la tarea de hacer ganar a un “aliado” que en público los
niega, los menosprecia, se avergüenza de
ellos y los calumnia sin recato?
No hay conciliación posible. Quien quiera sumar lealmente
a los antorchistas, tiene que asumir el compromiso de reconocerlos
públicamente, sin reservas, como un aliado honorable del que no hay motivo para
sentirse avergonzado. Tiene que tener el valor de reconocer, si fuera
necesario, que sabe y le consta que todo lo negativo que se ha dicho, escrito y
publicado en su contra, son mentiras, calumnias e infamias sin ningún
fundamento, difundidos con propósitos distintos al de informar verazmente a la
nación, y que su crecimiento en masas y en prestigio popular son una prueba
fehaciente, incontestable e irrefutable de ello. ¿Por qué no habría de hacerlo quien
pretenda aliarse con los antorchistas, si esta es la verdad y nadie, absolutamente
nadie, está en condiciones de probar lo contrario, y es, además, el argumento imbatible
para legitimar tal alianza a los ojos del país?
Quien se atreva a hacer este servicio a la salud
pública, cosechará de inmediato el fruto de la genuina fuerza promotora del
voto del pueblo, de un pueblo convencido de que trabaja en favor de quien lo
merece, de quien ha demostrado que sabe apreciar y dimensionar en todo lo que
vale su esfuerzo, como preámbulo de un gobierno al servicio de todos. Por
contrapartida, a quien lo adula en privado y lo ataca y descalifica en público,
el pueblo responderá, incluso contra la voluntad de sus líderes, atacándolo en privado
y engañándolo en público. Una respuesta legítima a quien, después de 44 años de
agravios e insultos, no se atreve a desmentirlos por miopía política o por cobardía,
a pesar de que la historia de México y del mundo dicen claramente que ha
llegado la hora de hacerlo.
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