Aquiles
Córdova Morán
Fiados
en que el pensar es una función innata de nuestro cerebro, la
inmensa mayoría de los seres humanos no creemos que sea necesario
aprender a pensar mejor; que nuestro pensamiento innato pueda
educarse y perfeccionarse para servirnos mejor como herramienta de
conocimiento. De esto no se salvan ni siquiera quienes estudian una
carrera o se especializan en algo. Todos quienes hemos pasado por la
escuela o la universidad, hemos actuado como simples y pasivos
receptores y acumuladores de información, de hechos, de reglas,
principios y leyes; pero nunca con espíritu crítico; nunca pensando
que puede haber un flanco débil, alguna contradicción oculta, algún
principio básico erróneo en aquello que se nos enseña. La fuerza
del argumento ad
autorem o
del magister
dixit
inhibió nuestra iniciativa mental.
Así
se explica lo que Althuser llama la FEC (Filosofía Espontánea de
los Científicos), que consiste en que todos, o la mayoría de ellos,
se comportan con toda racionalidad y lógica rigurosa en el aula o en
el laboratorio, y como fieles creyentes de toda suerte de milagros y
supercherías en su vida privada, sin notar la incompatibilidad entre
ambas conductas y sin experimentar ninguna aprensión por ella.
Heráclito de Éfeso, el primer dialéctico sistemático (espontáneo)
en la historia del pensamiento filosófico, ya sabía esto cuando
dijo: “La mucha erudición (polymathía
en
griego) no enseña a tener inteligencia; pues se lo habría enseñado
a Hesíodo y Pitágoras y aun a Jenófanes y Hecateo” (Frag. 40 de
la recopilación Diels-Kranz)
El
sentido común es siempre fruto de nuestro contacto y comercio
directo, inmediato y continuo con el medio social y material que nos
rodea. Esto implica que su fuente principal y casi única es la parte
sensible de ese medio, aquella capaz de imprimir su sello en nuestros
sentidos y de ser así captada por ellos. Es lo que Kant llamó la
parte
fenoménica,
los fenómenos
de
la realidad exterior a la conciencia. Pero la ciencia ha demostrado
que la realidad no es solo lo fenoménico; que debajo de todo
fenómeno,
es decir, debajo de la superficie de las cosas, hay siempre una
realidad más profunda, la esencia,
aquello que hace de la cosa lo que es y no otra distinta. Y ha
demostrado también, aunque haya legiones que lo nieguen, que para
llegar a ella y conocerla en cierta medida, el sentido común, e
incluso la llamada lógica formal, son básicamente impotentes, entre
otras razones porque la esencia se mueve en un plano distinto, más
profundo que el de las formas,
y
solo puede alcanzarse mediante un esfuerzo mental inmenso guiado por
un método más potente y penetrante que la lógica de las formas.
Pues la esencia, además, no es algo simple, que se pueda aprehender
completa en una sola operación de la mente; toda esencia encierra a
su vez otra, y ésta segunda a una tercera, y así hasta el infinito.
De aquí que se hable del carácter inagotable de la materia y de su
conocimiento.
La
esencia consta de elementos bien diferenciados que integran su
estructura interna y que, actuando sincronizadamente, generan la ley
que gobierna la existencia y el funcionamiento del objeto en estudio.
Este objeto, a su vez, tampoco existe ni funciona solo en el
universo; es, a su turno, parte integrante de un todo mayor que, a su
vez, es elemento de otro mayor aún, y así sucesivamente hasta
abarcar el universo entero, es decir, hasta ser capaces de concebirlo
como totalidad material sujeta a leyes precisas y determinadas.
Llegamos así a la llamada “totalidad concreta”, vislumbrada
también por primera vez por Heráclito de Éfeso: “Una sola cosa,
pues, es lo sabio: conocer al Logos, por el que todas las cosas son
gobernadas por medio de todas”. Y para guiarnos con seguridad en
todas estas cuestiones, solo hay un recurso científicamente probado:
la dialéctica materialista, enunciada en su forma original por Hegel
y corregida y perfeccionada por Marx. El sentido común se estrella
siempre contra la superficie de las cosas sin poder ir más allá.
Esta superficialidad hace imposible intuir siquiera la causa profunda
de los fenómenos; entender que los fenómenos no son más que la
manifestación visible de esa causa profunda. Por eso se vuelve
circular, repetitivo, estéril. Choca una y otra vez con el mismo
problema y siempre responde de la misma manera, a pesar de que sabe
que eso no dará ningún resultado. Y termina por declararse vencido
ante aquello que daña sus intereses o pone en riesgo su vida.
A
riesgo de desanimar a mis pocos lectores, decidí hacer esta
incursión rápida (y quizá torpe) sobre el pensar humano, movido
por la indignación que me causa la brutalidad ferina de la policía
norteamericana, capaz de asesinar a un afroamericano
sospechoso,
sí, solo sospechoso, de haber usado un billete falso de 20 dólares.
Semejante crimen ha desatado una merecida ola de protestas violentas
en varias grandes ciudades del vecino país y ha provocado la ira y
la amenaza, igualmente atroz, del presidente de EE.UU. Pero creo (y
ojalá me equivoque) que todo esto terminará como ha terminado
tantas veces antes: pasada la indignación, desfogada la rabia
momentánea mediante la catarsis colectiva de las protestas y los
incendios, todo volverá a la “normalidad”. Hasta el siguiente
asesinato. ¿Por qué ocurre siempre así? ¿Por qué los oprimidos y
discriminados trabajadores estadounidenses repiten siempre la misma
forma de protesta a pesar de que conocen su desenlace? ¿Por qué no
logran ahondar en el problema y avanzar en su solución? Mi
respuesta, que desde luego puede estar equivocada, es: porque no
logran penetrar en sus causas profundas y, por tanto, tampoco dar con
la verdadera solución. También los afroamericanos, los latinos y
demás grupos de inmigrantes pertenecientes a las razas “de color”
son víctimas inconscientes de la lógica del sentido común, de la
fe ciega en el conocimiento superficial de la vida y de la sociedad.
En
efecto, el racismo, en su versión moderna, nació en la Inglaterra
de la segunda mitad del siglo XIX, es decir, al mismo tiempo que la
fase imperialista del capital inglés. Y esto no es casual. El
imperialismo, como sabemos, es la fase monopólica del capital, la
fase en que tanto la producción de mercancías como la acumulación
de capital rebasan la capacidad del mercado interno y se desbordan,
necesariamente, más allá de las fronteras nacionales en busca de
mercados, oportunidades de inversión, alimentos y materias primas
seguras y baratas. Es la época de las “colonias”, los
“protectorados”, las “hinterlands” y las “áreas de
influencia” en las regiones menos desarrolladas del planeta. Con la
conquista de los “imperios de ultramar” surge un problema nuevo:
cómo justificar esas conquistas; cómo fundamentar su “derecho”
de los poderosos para despojar de sus riquezas naturales y humanas a
los países pobres y débiles. La solución fue, precisamente, la
“teoría” del racismo, es decir, la división “científica”
del género humano en razas superiores (los blancos anglosajones) y
las razas inferiores (amarillos, negros, cobrizos, etc.). Su
justificación: las razas inferiores, que detentan grandes zonas del
planeta junto con las riquezas que encierran, están material y
culturalmente incapacitadas para explotarlas eficaz y racionalmente,
desperdiciándolas así en perjuicio de toda la humanidad. Por tanto,
los países “avanzados” tienen, no solo el “derecho”, sino
incluso el “deber
moral”
de entrar en esos países para educar y enseñar a sus habitantes,
por las buenas o a la fuerza, cómo explotar sus tesoros para
provecho del género humano. ¿Se puede acaso pensar en una tarea más
noble que esa?
Esta
misma teoría racista, corregida y aumentada, fue la que sirvió de
base a Hitler para cometer todos los horrores que sabemos: los campos
de concentración y las cámaras de gas donde murieron millones de
judíos y de prisioneros de todos los países de Europa Oriental,
incluida la URSS. El principal teórico del racismo nazi fue Houston
Steward Chamberlain, hijo de un almirante inglés, es decir, un
heredero del racismo edulcorado creado en la patria de su padre. Es
cosa sabida, además, que las potencias occidentales, incluidos los
EE.UU., no lucharon contra Hitler movidos y conmovidos por sus
horrendos crímenes de lesa humanidad, sino para defender sus
respectivos imperios, que Hitler amenazaba directamente con su
declarada ambición de dominación mundial. Por lo demás, no había
entre ellos ninguna incompatibilidad filosófica, ideológica o moral
que justificara la guerra.
El
imperialismo norteamericano es, a no dudarlo, el heredero legítimo
de la Alemania nazi. Toda la política interna y la geopolítica de
EE.UU., desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros
días, ha estado orientada y determinada por el afán de conseguir lo
que Hitler no pudo: el dominio indiscutido sobre el mundo entero. No
hay, por tanto, nada de extraño y sí mucho de lógico y esperable
que echen mano del mismo recurso que los nazis para justificar ese
“derecho”. Tampoco es ningún secreto que el nacionalismo
arrogante del actual Presidente norteamericano, así como el
sentimiento de superioridad física, intelectual y espiritual de la
mayoría de los norteamericanos, incluidos sus opositores, se funda
en su convicción profunda acerca de la superioridad de los WASP (es
decir, en español, de los blancos, anglosajones y protestantes)
sobre las razas “de color”. En ello fundan, no solo su derecho a
señorear el planeta, sino la plena seguridad de que tarde o temprano
lo lograrán, al precio que sea.
Así
lo atestigua de sobra su nueva “guerra fría” contra Rusia y
China, los dos más fuertes obstáculos para sus desaforadas
ambiciones, y así se explica que hablen, cada vez con más
frecuencia y desembozo, de la supuesta “amenaza rusa” hacia
Europa y de la “amenaza amarilla” de los chinos hacia el mundo
entero. La civilización humana se halla, gracias a ellos, al borde
de una catástrofe nuclear, y aunque a primera vista no lo parezca,
la lucha bien orientada, organizada y permanente de los grupos
oprimidos al interior de EE.UU. puede ser decisiva para atarle las
manos a los halcones imperialistas que amenazan la vida de todos
nosotros. El pensamiento correcto, científico-dialéctico, de los
oprimidos del mundo con los norteamericanos a la cabeza, puede salvar
a la humanidad.
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