Aquiles
Córdova Morán
Hoy,
lunes 8 de marzo, se celebra en todo el mundo el Día Internacional
de la Mujer, y, en la ciudad de México, una gran manifestación de
mujeres que intentará, por enésima vez, lograr que el presidente
López Obrador las escuche y atienda y resuelva sus justas demandas.
Como respuesta anticipada, el Presidente ha ordenado cercar Palacio
Nacional con un muro de acero de dos metros de altura, como si se
tratara de repeler el ataque de un ejército enemigo. Creo que es
deber de todas y todos los mexicanos bien nacidos, manifestar
públicamente nuestra simpatía y apoyo a la elemental demanda de
audiencia de las mujeres mexicanas que hoy harán oír su voz en el
corazón mismo del país.
Sé
que el movimiento feminista se opone, con razón, a ser utilizado por
los oportunistas y trepadores de la política que, a la menor
provocación, gustan vestirse el hábito de desinteresados defensores
de las buenas causas con el único fin de sacar provecho personal de
tales pronunciamientos. A pesar de eso, por lealtad a mis compañeros
y por respeto al movimiento feminista, debo aclarar que hablo en
nombre del Movimiento Antorchista Nacional, en nombre de más de dos
millones de mujeres y hombres trabajadores y humildes de todo el
país, que sienten como propios los agravios y ultrajes que se
cometen impunemente contra las mujeres de México. Los antorchistas
no queremos ni esperamos nada por nuestro apoyo solidario; no nos
mueve ningún interés oculto, legítimo o ilegítimo. Nuestra
solidaridad es la solidaridad que nace espontáneamente entre quienes
comparten un destino, un sufrimiento y un enemigo común, en este
caso la misma sociedad desigual e inequitativa que nos oprime y
maltrata a ambos movimientos de lucha popular.
Nuestra
propia experiencia nos ha enseñado que la solidaridad abstracta, esa
que brota con la mayor facilidad de la boca de los manipuladores de
las luchas populares para servirse de ellas y que no compromete a
nada ni cuesta nada a quien la ofrece, es siempre el disfraz de los
que persiguen propósitos inconfesables; es, en última instancia, la
manera de utilizar a los necesitados de ayuda para llevar agua al
molino de los intereses propios. La solidaridad que vale es siempre
concreta, es la que se compromete con una causa ajena como si fuera
propia, hasta alcanzar el triunfo. Esa solidaridad, sin embargo,
necesita conocer sin falta los objetivos de la lucha que apoya. No
puede ser una solidaridad ciega. Hasta donde sé, el movimiento
feminista, al menos en México, persigue el cese de la
discriminación, el menosprecio a la mujer en todos los ámbitos de
la vida social, particularmente en los terrenos político y laboral;
un alto definitivo a la agresión física, sexual y emocional en su
contra; garantías para una vida sin violencia, sea en el hogar,
fábrica, oficina o la vía pública; protección rápida y eficaz
contra los golpeadores, violadores y asesinos de mujeres y una
justicia impartida con perspectiva de género.
Todos
estos problemas son reales y graves y exigen una solución radical y
rápida, tan rápida como sea posible. Por eso creo que hace falta
preguntarnos: ¿es factible lograr esa solución completa y pronta
sin modificar un ápice el modelo de organización social en que se
engendran y operan tales problemas? ¿Puede explicarse
satisfactoriamente la violencia y la discriminación contra las
mujeres solo como consecuencia del “machismo” de un número
considerable de los varones de este país? ¿No hace falta explicar
de dónde nace ese “machismo”? ¿Es puramente voluntario y puede
erradicarse mediante la persecución y la cárcel de los culpables?
¿Cuál es, en todo esto, la responsabilidad el modelo
socio-económico? ¿No es él, acaso, el que engendra tanto a las
víctimas como a sus verdugos? ¿No es él la madre nutricia del
egoísmo, la desigualdad, la discriminación y el machismo?
La
demanda principal de la marcha de hoy, si no estoy mal informado, es
que el presidente López Obrador reciba a las manifestantes, las
escuche y dé respuesta satisfactoria a sus quejas y demandas. A
juzgar por la personalidad y el comportamiento del mandatario que
todos conocemos, puede asegurarse que no lo conseguirán. Pero aunque
lo lograran, la cuestión es la misma: ¿bastará con eso para que
los problemas de las mujeres hallen una verdadera y completa
solución? Desde los orígenes mismos del movimiento feminista y
hasta los días que corren, sus lideresas más perspicaces y
visionarias han sostenido que, detrás y en el fondo de todos los
sufrimientos de la mujer, se halla una organización social diseñada
por los hombres para los hombres (aunque no se trate, desde luego, de
todos los hombres, sino solo de los de la clase dominante). De ello
sacan la inevitable conclusión de que, para arrancar de raíz los
daños, es indispensable que juntos, hombres y mujeres víctimas de
esa organización, se decidan a reconstruirla sobre una nueva base,
una base de igualdad, cooperación, fraternización e iguales
derechos y deberes para ambos sexos.
La
misma historia del feminismo en México parece confirmar esta
conclusión. La mayoría de los presidentes anteriores al actual han
tenido, por convicción o por conveniencia, una conducta distinta con
las mujeres: las han recibido, las han escuchado, han elogiado y
alentado su lucha y han prometido (y a veces tomado) algunas medidas
en su favor. Y a pesar de eso, los problemas siguen ahí, como lo
prueba la marcha de hoy. ¿Cuántos años han pasado desde la
horrenda pesadilla de “las muertas de Juárez? ¿Cuántos años
desde que se comenzó a hablar de mujeres secuestradas y esclavizadas
sexualmente, de desaparecidas y brutalmente asesinadas?
Algunos
contabilizan como un logro importante del feminismo las
modificaciones en el lenguaje para diferenciar claramente entre
hombres y mujeres o para resaltar la presencia o los méritos de las
mujeres en discursos, medios de comunicación, revistas y libros o la
modificación de los nombres de organismos, asociaciones e
instituciones públicas para dar por incluidas a las mujeres, aunque
en los hechos todo siga igual. Hay quien resalta la famosa paridad de
género en la elección de candidatos a los cargos de elección
popular. Nada de esto es despreciable, desde luego. Sin embargo, a mí
me parece que se trata de puros calmantes para aplacar la furia de
las mujeres, y, en el caso de los cargos de elección, creo que lo
que realmente se busca es cooptar a las principales lideresas
convirtiéndolas en parte del aparato opresivo y represivo del poder.
Así, mellan el filo de su lucha y descabezan al movimiento en el
terreno de los hechos. ¿Qué hacen o qué dicen, por ejemplo, las
morenistas “empoderadas” respecto a los más recientes ultrajes y
ninguneos a sus congéneres sin poder? “Callan como momias”.
Pero
la lucha de las mujeres puede dar y ha dado frutos importantes. El
propio Día Internacional de la Mujer que hoy se celebra, fue fruto
de la iniciativa de una mujer: la destacada luchadora socialista
Klara Zetkin, amiga de Rosa Luxemburgo, que lo propuso y logró poco
antes del inicio de la primera guerra mundial. Su bandera fundamental
era el voto para la mujer, convencida de que con ello aumentaban
seriamente las posibilidades de que los trabajadores se hicieran con
el poder del Estado por la vía democrática del sufragio. Hoy el
voto femenino es una realidad en todo el mundo; gracias a él, la
situación social de la mujer es mucho mejor que antes de la
iniciativa de Klara Zetkin, pero no ha sido la solución definitiva a
sus problemas, como lo comprobamos hoy.
La
Revolución de Octubre en Rusia comenzó con la rebelión que tuvo
lugar entre el 23 y el 27 de febrero de 1917, que culminó con la
caída del zar Nicolás II y la instauración de un gobierno
provisional. Esta rebelión comenzó con la huelga y una gran marcha
de las obreras rusas con motivo, precisamente, del Día de la Mujer
(el 23 de febrero en el calendario ruso de entonces equivale al 8 de
marzo del calendario occidental). Las trabajadoras rusas se echaron a
la calle desafiando el poder de la monarquía zarista y en contra de
la opinión del propio partido de Lenin. Su audacia y su valor se
contagiaron rápidamente a los obreros y soldados, y juntos formaron
la poderosa ola que hizo saltar el viejo trono de los Romanov. Ambos
ejemplos prueban, a mi juicio, que el movimiento feminista solo puede
dar frutos valiosos si se concibe como parte integrante de la lucha
de todo el pueblo. ¿Acaso no son también problemas de las mujeres
la falta de empleo, lo bajos salarios, los pésimos servicios de
salud, la educación mala y cara de sus hijos, la falta de vivienda,
la carestía del gas, el agua y la electricidad, etc.?
Al
dar este paso, el feminismo excluye automáticamente a la mujer de
clase alta, esto es verdad; pero también es verdad que ese sector no
se hallará nunca en la primera fila del combate por razones obvias.
A cambio de esa pequeña pérdida, ganará la simpatía de todo el
pueblo. La lucha feminista como guerra de los sexos no tiene futuro.
Los aduladores baratos dicen que sin la mujer no hay vida y la
sociedad misma dejaría de existir; no reparan en que tampoco habría
vida sin los hombres, puesto que la mujer no puede fecundarse sola.
¿A que viene entonces esa necia discusión sobre cuál de los dos
sexos es más importante? Si hombres y mujeres se ven como
trabajadores, se darán cuenta de inmediato que tienen muchos
problemas en común y que deben unirse en un solo frente de lucha.
El
programa actual de las mujeres en lucha presenta, en mi modesta
opinión, dos flancos débiles evidentes: la ausencia de demandas de
carácter económico-social que las aísla de las masas populares, y
su feminismo fundamentalista que excluye radicalmente a los hombres,
como si ellos fueran el enemigo a vencer. Aunque es verdad que son
hombres sus eventuales agresores, incluir a todos en esta categoría
es una generalización carente de sustento que las lleva a prescindir
de un aliado natural poderoso en la lucha por su emancipación. ¿Por
qué no enriquecer su programa con las demandas de la mujer del
pueblo, y por qué no exigir a los hombres que abandonen su cómoda
posición de aplaudidores y de partidarios platónicos de su lucha,
para lanzarse con ellas a la calle a conquistar un mundo mejor para
todos? Ambas mitades de la humanidad saldrían ganando, me parece a
mí.