Aquiles
Córdova Morán
El martes 20
de febrero, en la ciudad de Puebla, estuvo a punto de ocurrir uno de los
crímenes más horrendos e inhumanos que uno pueda imaginarse: el linchamiento,
sin causa justificada alguna, de un grupo de nueve muchachos, de nueve jovencitos
que apenas comienzan a conocer en serio el mundo en que les tocó vivir, a la
cabeza de los cuales iba Ovidio Celis Córdova, un joven abogado apenas salido
de la universidad.
Los hechos
ocurrieron más o menos así. El día mencionado, a eso de las nueve de la mañana,
los nueve jóvenes, todos habitantes de unos edificios departamentales ubicados
en Zacachimalpa, una junta auxiliar perteneciente al municipio con cabecera en
la ciudad de Puebla, dejaron recargando sus teléfonos celulares en la caseta de
entrada debido a que los edificios todavía no cuentan con energía eléctrica. Poco
después, ya listos para trasladarse al centro de la ciudad donde asistirían a
una reunión de trabajo, los nueve (que iban en la misma camioneta por ser su
único medio de transporte) se detuvieron a recoger sus celulares, encontrándose
con la sorpresa de que faltaba uno, precisamente el de Ovidio Celis. Con ayuda
del GPS localizaron el aparato robado en el interior de la escuela primaria Mariano
Matamoros, ubicada a unos 400 m. de distancia del lugar de donde fue sustraído.
Alguien al otro lado de la línea les confirmó que tenía el teléfono y los
invitó a que pasaran por él a la entrada del edificio escolar.
Por (mala)
suerte, la mencionada escuela queda al paso de la vía que los jóvenes siguen
siempre para ir al centro de Puebla; se les hizo fácil por eso irse a su trabajo
y, “de pasada”, recoger el celular. Al llegar al lugar se encontraron con una
patrulla de la policía que, aparentemente cumplía su rutina frente a la
escuela; pero, para su sorpresa (la primera de ese espantoso día), los
ocupantes de la patrulla los sometieron a un interrogatorio inusitado: identidad,
ocupación, asunto que los llevaba a la escuela y, finalmente, les exigieron
identificación oficial. Uno de los jóvenes, el único que la llevaba, les entregó
su credencial de elector. A todo esto, la persona que les devolvería el
teléfono no aparecía; decidieron marcharse porque se hacía tarde para su
reunión; pidieron a los policías la credencial pero (segunda sorpresa) éstos se
negaron a devolverla sin ninguna explicación. Se fueron sin la credencial y, un
minuto después, alguien que se identificó como “la maestra Dolores” les dijo que
se devolvieran y que, “en diez minutos”, ella personalmente les devolvería el
celular.
Regresaron.
Pero al llegar (tercera sorpresa) había ya junto a la patrulla un grupo de unas
veinte personas con apariencia de pueblo, encabezadas, sin embargo, por una
mujer que, cámara en mano, comenzó a filmarlos al tiempo que gritaba
destempladamente al grupo: ¡ellos son los secuestradores! ¡Se quieren meter a
fuerza a la escuela para secuestrar a nuestros hijos! ¡Hay que lincharlos! ¡Hay
que quemarlos vivos! La patrulla policíaca se limitaba a contemplar la escena. Luego
se oyó el toque de rebato de las campanas y llegó más gente armada de machetes,
palos, varillas y otros instrumentos contundentes, dispuesta a “quemar vivos” a
los supuestos secuestradores. Súbitamente (cuarta sorpresa) apareció un grupo
de hombres fuertemente armados y cuya facha y actitud no eran ya de pueblo
amotinado sino de sicarios de profesión. De inmediato se lanzaron sobre los jóvenes
y los comenzaron a golpear despiadadamente al tiempo que les lanzaban feroces
insultos y amenazas escalofriantes; convirtieron en chatarra su camioneta y le
prendieron fuego. Luego los trasladaron a pie a las oficinas de la junta
auxiliar, caminando en medio de la gente que los golpeó, les lanzó patadas, garrotazos,
pedradas y escupitajos; llegaron al corredor de las oficinas donde los hincaron,
esposados y sangrantes. Había ya un grupo de policía antimotines que cercó el
edificio, pero era un muro muy frágil entre los rehenes y la multitud
embravecida, que no cesaba de exigir su entrega para “quemarlos”, al tiempo que
les lanzaba proyectiles e insultos de todo tipo.
Fueron muchas
horas de suplicio (no menos de 5). Al final, la policía los sacó del cerco, los
subió a un vehículo y emprendieron la fuga, pero tuvieron que detenerse para atravesar
una parte del lago de Valsequillo y allí les dio alcance el grupo de sicarios.
Uno de ellos, armado con una barreta, se subió al vehículo que los llevaba y de
un golpe brutal perforó el techo con la intención de alcanzar el cráneo de
alguno de los ocupantes. Solo la providencia sabe cómo sobrevivió la víctima.
Por fin llegó la policía “buena”, dialogó con los pistoleros y logró que dejaran
ir a los jóvenes. Casi al mismo tiempo, otro grupo similar llegó a los
departamentos ya mencionados en los que habitaban unas cien familias
antorchistas. ¡Sálganse de inmediato todos! ordenaron; tienen 5 minutos para
desalojar o los mataremos a todos. Obviamente la gente salió, abandonándolo
todo. Los sicarios prendieron fuego a varias de las viviendas. Hay tres cosas que
precisar: 1.- había tres patrullas policíacas a la entrada de la unidad
habitacional; no movieron un solo dedo ni pidieron refuerzos; 2.- los
departamentos no estaban en litigio con nadie; 3.- son propiedad de un banco
con el cual se estaba negociando la compra y legalización de esas viviendas. No
había pues, ninguna razón visible para el ataque.
Estos son los
hechos. Era necesario narrarlos con cierto detalle para entender las
conclusiones que apunto en seguida. Es evidente que todo fue una provocación cuidadosamente
montada y ejecutada por gente experta en tales menesteres, gente que dispone,
además, de una información precisa y confiable para garantizar el éxito de una
operación sucia y riesgosa como esta. Es claro, por ejemplo, que quien robó el
celular sabía que pertenecía a Ovidio Celis, hijo del diputado federal Juan
Manuel Celis Aguirre, líder del Antorchismo poblano. Es igualmente claro que la
elección de una escuela primaria como escenario de los hechos estuvo bien
calculada para dar crédito a la acusación de secuestro y para inflamar el ánimo
de la gente. Igualmente intencional fue la actuación de la patrulla que los
investigó así como la de la “maestra Dolores”, ambas planeadas para entretener
a los muchachos mientras se reunía la gente. Es obvio que la “vecina” que los
filmó y les echó encima al pueblo, tampoco era una espontánea, sino alguien que
tiene bien ensayado el papel. Finalmente, también es obvio que un grupo de
sicarios bien entrenados, armados y mentalizados para matar, tampoco es “fruto
espontáneo” de la situación de inseguridad del país; alguien los organiza, los
entrena, los arma y los financia y, sobre todo, les garantiza la impunidad necesaria
para que actúen a sus anchas. ¿Quién es, pues, el autor intelectual del intento
de linchamiento de que hablo?
Para responder
con seguridad hay que tomar en cuenta los siguientes hechos: quien planeó la
provocación dispone de información detallada, minuciosa y segura como para
garantizar el éxito de una provocación como esta; tiene poder, además, sobre la
policía, el personal de las escuelas y los “líderes naturales” de colonias y
pueblos para coordinarlos con la precisión requerida; tiene autoridad bastante para
detener la mano de los sicarios en el último momento, cuando ya tenían a sus
víctimas en el puño y la clara decisión de matarlos a barretazos. Existen otros
dos hechos que completan el cuadro. 1º.- Uno de los jefes del comando armado hizo
contacto con un líder antorchista de alto nivel para decirle, entre otras cosas,
que a él y su grupo los departamentos les valen m… ¡por eso los quemamos!, aseguró.
2º.- Personal del banco con quien se está negociando la compra-venta de los departamentos,
supuesta base del conflicto, se comunicó con la dirigente antorchista que encabeza
las negociaciones para informarle que el banco sigue dispuesto a cerrar la
operación, pero que recibió instrucciones del gobierno de que, en ese momento, no
hiciera ninguna declaración al respecto. Así pues, no fueron los departamentos
ni la ilegal invasión de los mismos la causa del ataque, como dijo toda la
prensa poblana.
Por último,
están la velocidad, amplitud y uniformidad con que la prensa poblana deformó la
“noticia” y mintió, casi en los mismos términos y con la misma intención:
acusar a las víctimas de “secuestradores” o, en el mejor de los casos, de
“invasores de terrenos” que el gobierno debe meter a la cárcel. Esto prueba que
todos se basaron en la misma fuente, un boletín de prensa redactado por alguien
con poder para imponerlo a los medios. El ataque, además, ocurre en época de
elecciones y en una zona donde la fuerza electoral de Antorcha es decisiva. Si a
esto sumamos lo que ha venido ocurriendo en torno al asesinato de Manuel
Hernández, alcalde de Huitzilan de Serdán, es decir, la descarada protección a
sus asesinos y la abierta resistencia del aparato de justicia para castigar a los
autores materiales e intelectuales del crimen (perfectamente identificados, por
cierto), no hay que estrujarse mucho el cerebro para concluir que, tanto el
asesinato de Manuel como el intento de linchamiento de Ovidio Celis y sus compañeros,
tienen motivos político-electorales, y, por tanto, que los protectores de los
asesinos de Manuel y los orquestadores del linchamiento de los jóvenes en
Zacachimalpa son los mismos, o, por lo menos, son íntimos aliados políticos,
abiertos o encubiertos, que para el caso es lo mismo.
No me hago
ilusiones, por eso, de que esta vez sí se hará justicia; escribo para que la
opinión pública vaya dándose cuenta en qué manos estamos, y porque creo que ya
basta de sentar plaza de valientes denunciando siempre a los chivos expiatorios,
tengan la culpa que tengan, dejando siempre en la sombra a sus poderosos protectores
y corruptores, que son los verdaderos linchadores. Y no solo de la gente
humilde y sencilla, sino de la justicia, la democracia y el Estado de derecho,
a los que tanto dicen respetar, defender y aplicar.