Aquiles
Córdova Morán
Se
nos dijo y se nos sigue diciendo que la globalización de la economía
mundial es la solución a los problemas más agudos que enfrenta la
humanidad, particularmente la que vive en los países menos
desarrollados y que producen menos riqueza per cápita. La supresión
virtual de las fronteras nacionales y de las políticas que
obstaculizan el libre flujo de capitales y mercancías, como los
aranceles y las legislaciones restrictivas, se traducirán poco a
poco en una distribución homogénea de las industrias, el capital
financiero y la tecnología de punta por todo el planeta, lo que
provocará la elevación de la producción y la productividad de las
naciones rezagadas.
La
consecuencia natural de este cambio será el reparto equitativo de la
prosperidad mundial, la elevación sustancial de los niveles de vida
de toda la población, la desaparición de flagelos ancestrales como
el hambre, las enfermedades, la carencia de viviendas adecuadas y de
los servicios correspondientes, la falta de educación, de empleos
estables con un salario remunerador, la ausencia de seguridad social
universal. La gente podrá disfrutar, incluso, de vacaciones pagadas,
de cultura y deporte y de un medio ambiente saludable. En resumen,
que la globalización acabará con la desigualdad y la pobreza y
creará un mundo sin guerras y con todas las condiciones necesarias
para una vida creativa, productiva y satisfactoria para todos.
Pero
han pasado cerca de 50 años de globalización y ya es hora de
comenzar a hablar de resultados, de frutos tangibles, contantes y
sonantes, y no de las bellas promesas con que nos vendieron y nos
siguen vendiendo la panacea de la globalización. Es evidente, en
primer lugar, que prácticamente ningún país de los que vivían en
pobreza antes de la globalización ha logrado salir de esa situación,
de su rezago de siglos gracias a ella. Sigue predominando en ellos el
hambre, la pobreza, la ignorancia, las enfermedades curables, la
falta de empleo y de buenos salarios, de una vivienda digna con todos
los servicios, por mencionar solo los aspectos más visibles. Tampoco
podemos encontrar ejemplos de países, antaño rezagados en materia
de producción y de productividad, que hayan logrado modernizar a
nivel competitivo su aparato productivo gracias a las inyecciones de
capital extranjero y a la trasferencia de tecnología de última
generación acarreados por la globalización.
Sí
observamos grandes inversiones, es decir, la creación de grandes y
modernas empresas en esos países, pero todas ubicadas en las ramas y
actividades económicas cuya producción es una necesidad evidente
para el país de origen de los capitales, y además, la inmensa
mayoría de ellas son propiedad de compañías o de inversionistas
privados también originarios de allí. Esas empresas y negocios sí
que utilizan tecnología de punta, pero la manejan como un secreto
estricto, sin jamás compartirla con el resto del aparato productivo
del país huésped. Aún más: la producción de las industrias
extranjeras que operan en países del tercer mundo se basa, casi al
100%, en la importación de los elementos constitutivos del producto
final, mismos que se fabrican por empresas instaladas en el país de
origen, o por empresas “off shore” de esa misma nacionalidad
repartidas por todo el mundo. Las fábricas dedicadas a la producción
de los elementos antedichos y las que fabrican por excepción
mercancías completas, consumen agua, energías contaminantes,
recursos naturales no renovables y mano de obra barata de los países
receptores. Con ello agotan sus recursos naturales, contaminan el
medio ambiente y los cuerpos de agua con los desechos que arrojan, y
debilitan a sus clases trabajadoras con un trabajo intensivo y con
salarios que no alcanzan a cubrir la atención médica que requieren.
Cero transferencia de tecnología útil.
La
globalización, además, acarrea otro riesgo: la llegada del capital
especulativo en grandes cantidades, los llamados “capitales
golondrinos”, que andan a la caza de las mejores tasas de interés
para su dinero. Estos capitales no se involucran directamente en la
producción de bienes y servicios, es decir, no producen nada
directamente. No se arriesgan a enfrentarse a los vaivenes del
mercado ni a lidiar con las demandas de sus trabajadores. Su negocio
es prestar dinero y recibir a cambio ese mismo dinero, pero
incrementado con las tasas de interés que cobran a los prestatarios.
Permanecen en un país mientras les satisfagan las tasas de interés
que allí reciben; si de pronto surge algún lugar del mundo que
pague mejor, o perciben algún riesgo en el país de residencia,
huyen en cuestión de horas provocando una severa crisis en el tipo
de cambio y en la actividad económica del país que abandonan, sin
contraer por ello ninguna responsabilidad y sin que haya manera de
impedir su fuga intempestiva y descontrolada.
Es
un hecho probado que esta globalización produce inmensas riquezas,
sí, pero no para los países pobres y rezagados que los acogen en su
seno, sino para los grandes capitales productivos y financieros que
se asientan en ellos por así convenir a sus ambiciones, legítimas e
ilegítimas. El resultado final de tal globalización, hoy lo podemos
ver con toda claridad, no es el homogéneo reparto de la riqueza, el
bienestar y el progreso por toda la superficie de la tierra, sino una
acelerada y cada vez más irracional concentración de la riqueza
mundial en unas cuantas manos, que habitan en unos cuantos países
ricos, mientras condena a la pobreza, al abandono y a la desesperanza
a la gran mayoría de la humanidad.
Estos
hechos dicen que tienen razón quienes aseguran que la globalización
no es otra cosa, en esencia, que la versión moderna, “civilizada”,
de la fase imperialista del capitalismo, que hizo su aparición en
los primeros años del siglo pasado. Esto quiere decir que lo que
antes se lograba por el empleo abierto de la fuerza, en sus diversas
formas y manifestaciones, de los países fuertes y ricos sobre los
pobres y débiles, recurso que se ha hecho inviable por motivos que
no cabe aquí detallar, ahora se logra mediante pactos y acuerdos
comerciales “voluntarios” entre países y bloque de países bajo
el manto de la teoría “científica” de la globalización.
También implica que la concentración absurda de la riqueza no es
consecuencia de la globalización sino del imperialismo; la
globalización solo ha acentuado y acelerado el fenómeno.
Hoy
hay quienes pretenden culpar a la globalización, es decir, a la
dispersión de inversiones productivas y de empresas por todo el
mundo en busca de abaratar costos y elevar las tasas de ganancia, así
como a la forma de comercio mundial que esto ha generado, por la
rápida e incontenible propagación del coronavirus. No estoy de
acuerdo. La interdependencia total de naciones y de los seres humanos
obedece a causas y necesidades más permanentes y profundas que la
simple persecución de la máxima ganancia y el desmedido afán de
lucro. En consecuencia, esa mundialización de la vida se habría
producido con o sin globalización. Pero lo que sí me parece obvio e
irrecusable es la absoluta nulidad de la globalización frente a la
propagación de la pandemia y frente a sus desastrosas consecuencias,
muchas de las cuales todavía están por venir. ¿No era acaso
legítimamente esperable que las instituciones que gobiernan la
globalización tomaran en sus manos la responsabilidad de prevenir,
contener y ayudar a curar la pandemia? ¿No resulta evidente que una
acción mundialmente decidida, coordinada y financiada, sería
infinitamente superior y más efectiva que dejarlo todo en manos de
cada gobierno y cada país en particular?
No
hay duda. El Covid-19 ha desnudado a la globalización, mejor dicho,
a sus teóricos, propagandistas y beneficiarios como lo que realmente
son: una cáfila de explotadores inhumanos, de voraces e irracionales
acumuladores de riqueza, sin pizca de humanismo, de solidaridad y de
capacidad cerebral para valorar y aprovechar la superioridad de la
acción colectiva, de la movilización social para vencer a un
enemigo que pone en riesgo la vida y la seguridad de todos los países
y de todos los seres humanos. Unos verdaderos monstruos insensibles,
capaces de llevar a la humanidad a su total desaparición con tal de
salvar su riqueza y su derecho “inalienable” a hacer de ella lo
que se les pegue la gana.
Y
sin embargo, tampoco hay duda (así lo evidencia la pandemia y la
respuesta diferenciada de los líderes mundiales), que la única y
verdadera salida para la humanidad, frente a todos sus problemas y
todos los riesgos, presentes y futuros y de la dimensión que sean,
es la desaparición de los estados nacionales y de los nacionalismos
estrechos a él conexos, y sustituirlos por un solo Estado y un solo
Gobierno mundiales, que se encarguen de planear y ejecutar la
explotación óptima y racional de todos los recursos, climas y
suelos del planeta, de producir con ellos toda la riqueza que sea
posible y repartirla equitativamente entre todos los seres humanos,
guardando tanta parte de ella como sea necesario para resolver los
retos y problemas que, por su propia naturaleza, rebasan al
individuo.
Pero
un Estado y un Gobierno mundiales así, no pueden darse mientras haya
en el mundo un hegemón, un país o un puñado de ellos que dominen a
todos los demás. Porque, ahora se ve con toda claridad, un gobierno
mundial sometido al poder de ese hegemón solo traerá más
concentración de la riqueza, más desigualdad, más pobreza y más
problemas para las mayorías, mientras dejaría engordar, hasta
reventar, a los privilegiados. Un gobierno mundial solo será posible
y deseable en una Sociedad Socialista Mundial, en una sociedad en
donde trabajemos todos para el bien de todos, incluidos la empresa y
el capital privado, que sobrevivirán, como en China, en la medida en
que se adapten y sirvan al interés común. La solidaridad y el
humanismo que hoy solo China, Rusia y Cuba despliegan, tendiendo la
mano fraterna a los países más castigados por el Covid-19, es la
prueba irrecusable de que éste y solo éste puede ser el futuro de
la humanidad. Si es que todavía tiene alguno.
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