Aquiles Córdova
Morán
Hay palabras que la sociedad valora mucho por
considerarlas indispensables para su propia existencia. Estas palabras han permanecido
inalteradas, como tales palabras, a
lo largo de casi toda la historia humana, con excepción quizá de los periodos
iniciales en que carecía de un pensamiento sistemático y riguroso y desconocía
la escritura. Su extraordinaria capacidad de resistencia a la erosión del
tiempo ha llevado a muchos al error de tomarlas como prueba irrefutable de la
existencia de verdades eternas, de valores por encima de la sociedad y, por
tanto, válidos en cualquier tiempo y en cualquier lugar, independientemente de
los cambios y transformaciones sufridos por la sociedad misma.
El error de quienes piensan así radica en que registran
la “eternidad” solo de la palabra, es
decir, de su identidad fonética a través de los siglos y los milenios, y pasan
por alto de manera absoluta su contenido,
el valor conceptual del término. Si reflexionaran en esto último, se darían
cuenta de inmediato que este contenido, la esencia conceptual de la palabra, lejos
de permanecer estático en el transcurrir del tiempo, varía grandemente y de
modo concomitante con las transformaciones profundas de las colectividades
humanas.
Una de estas palabras “eternas” es Justicia, y, ciertamente, para decirlo con
brevedad, ninguna civilización ha podido prescindir de ella, o, más
correctamente dicho, ninguna ha podido prescindir de este concepto. Pero,
puestos a razonar en serio, a nadie se le ocurriría sostener que el concepto de
justicia entre los mesopotámicos, los egipcios, los griegos o los tártaros, es
el mismo que para nuestras sociedades actuales. Se ha conservado la voz, pero
no el contenido designado por ella.
Y sin embargo, es necesario admitir que hay algo común
a todas las sociedades humanas que las obliga a echar mano de un cierto
concepto de justicia; un algo que explica y justifica, también, la permanencia
de la voz, de la palabra que lo designa. Ese algo común es la necesidad de cohesión,
unidad y convivencia pacífica; la necesidad de permanencia y de funcionamiento relativamente
armónico del conjunto. La justicia, y su codificación y regulación por la ley, se
hacen indispensables porque la sociedad no es nunca totalmente homogénea;
existen en su seno contradicciones e intereses antagónicos que es necesario
regular si se quiere conservar el conjunto. Pero como dichas contradicciones e
intereses cambian de forma y de contenido a lo largo de la historia, la
justicia y la ley que las regulan y atemperan tienen también que modificarse a
tenor con ellas. De ahí que se conserve el nombre, pero no el contenido.
Visto así el problema, es evidente que el verdadero objetivo
supremo de la justicia y de la ley no es, no debe ser, el castigo de los
infractores, de los delincuentes, de los que cometen injusticia, sino suprimir
la injusticia misma, erradicar la delincuencia y la infracción de ley, que son
las que desestabilizan al conjunto y ponen en riesgo su existencia. Tienen
razón, por eso, quienes han dicho y siguen diciendo que el combate eficaz al
delito y al crimen solo puede consistir en la eliminación resuelta de sus
causas, por profundas que sean; y que la persecución y el castigo del
delincuente (que es atacar el efecto y no la causa) deben verse solo como un
recurso auxiliar y como una medida de emergencia para evitar daños particulares,
específicos, pero no como el remedio de fondo.
Desgraciadamente, las injusticias y las infracciones
de mayor calado, de mayor impacto social, tienen un carácter estructural; nacen
de la forma misma en que la sociedad se organiza y funciona y no de la maldad o
la ambición del individuo aislado. Su combate, por tanto, debe ser estructural.
Y eso, como decía Julio César a quienes le pedían imposibles, no requiere una simple
ayuda sino una revolución. De allí que, tratándose de tales delitos, el poder
público se halle impotente para combatirlos yendo a sus verdaderas causas,
porque sería atacar al sistema mismo que él representa. Por eso, casi siempre
opta por cubrir su impotencia con una fingida energía y decisión, aplicando (o
amenazando con hacerlo) “todo el peso de la ley” contra el delincuente que, en
estos casos, es solo el último eslabón de una larga cadena que empieza en las
más altas esferas. Un gobernante honrado es aquel que prefiere, en tales casos,
reconocer sus limitaciones antes que ensañarse con el eslabón más débil, y quizás
el menos culpable, de toda la cadena.
Hoy estamos ante un muy elocuente y típico ejemplo de
esta encrucijada. Una nota de la reportera Elia Castillo, publicada por el
diario Milenio del 17 de septiembre de
los corrientes, dice así en la parte que interesa:
“El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador,
aseguró que la secretaria de Desarrollo Agrario Territorial y Urbano (Sedatu), Rosario Robles, es un «chivo
expiatorio» de «los jefes
de jefes» y reiteró que en su administración no
habrá «circo» ni se perseguirá a nadie,
sostuvo que de dedicarse a investigar no alcanzarían las cárceles, ni las Islas
Marías”. Poco más abajo dice la nota “… el tabasqueño dijo que no se ha
investigado a fondo los casos de corrupción, mientras los verdaderos
responsables gozan de respetabilidad y están «más arriba»
de secretarios federales y gobernadores”.
He leído algunas columnas que, de varios modos, cada
quien a su estilo, critican esta postura. La califican de contradictoria con la
promesa de erradicar la corrupción, y juzgan ilógico y abusivo que se exculpe a
un presunto culpable usurpando la función de los tribunales y declarando inocente
a alguien que aún no ha sido debidamente juzgado.
En mi modesta opinión, hay algo de cierto en cuanto al
apriorismo del juicio exculpatorio y cierta intromisión en las facultades del
poder judicial. Pero, salvando esto, en todo lo demás, que es la verdadera
médula de la cuestión, lo verdaderamente esencial y trascendente para la vida
de la nación, no hay duda de que el presidente electo está absolutamente en lo cierto;
dice toda la verdad, y solo la verdad en relación con el fenómeno de la
corrupción.
Nadie se engaña, y los columnistas y “politólogos” menos que nadie, acerca de que
fraudes como el que se imputa a Rosario Robles no pudieron haber sido
maquinados y realizados solo por ella y en su exclusivo provecho; que es
imposible que la “estafa maestra” se haya realizado sin que quienes están por
arriba de la secretaria Robles se hubieran percatado, sobre todo si no se
olvida que el dinero terminó en las campañas políticas. Es correcto y muy sano,
a mi juicio, que el futuro presidente de México ponga las cosas en su verdadero
sitio y diga que quienes “exigen” justicia contra Rosario Robles quieren
“circo”, “circo romano” con todo y sangre de la víctima. Y aunque López Obrador
no lo diga, también es un hecho sabido que muchos de los que juzgan, sentencian
y exigen sangre de quienes tienen la desgracia de caer bajo su “insobornable” lupa,
no están del todo libres de culpa (Chayote, dixit).
Es correcto a mi juicio, y honrado, que el presidente
electo reconozca la imposibilidad cuantitativa (y tal vez cualitativa, si se
piensa en la estabilidad del país) de investigar la corrupción hasta alcanzar
los eslabones más altos de la cadena, y que, ante esto, vea como injusticia y
cobardía cebarse en la parte más débil. Es mejor, como él dice, más coherente y
eficaz, cortar de tajo la raíz de la corrupción a partir del 1° de diciembre (“mirará
hacia delante”), porque ese es el verdadero sentido de la verdadera justicia, como dije antes:
combatir y erradicar el delito, no al delincuente. ¿Lo logrará López Obrador? Bueno,
ese es otro problema.
Por último, considero muy saludable para la vida
democrática del país que el nuevo presidente renuncie desde ahora a iniciar su
mandato enviando a la cárcel a una víctima propiciatoria para hacerse temer.
Eso, desde Eugenio Méndez Docurro que es el primero que yo recuerdo, hasta la
fecha, ha desprestigiado como ninguna otra cosa al poder judicial, al mostrarlo
como dócil instrumento del poder Ejecutivo y no como juez sereno, equitativo e
imparcial. Y además, no ha servido absolutamente de nada como arma contra la
corrupción y el abuso de poder. ¿Somos menos corruptos y abusivos ahora,
después de Díaz Serrano o de la profesora Gordillo? ¿Se acabaron el charrismo y
la corrupción sindicales? Está claro que no. Por eso debe reconocerse y
aplaudirse, sin adulación servil ni intereses bastardos de por medio, que López
Obrador renuncie a iniciar su sexenio dando un golpe sobre la mesa “para
hacerse respetar”. ¡Ojalá que en todo esto no lo hagan cambiar de opinión
algunos de sus asesores, morenos por fuera pero educados por el sistema y
fieles al mismo! ¡Sería una verdadera lástima!
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