Aquiles
Córdova Morán
El
sábado 4 de agosto, mientras pronunciaba un discurso en una céntrica
avenida de Caracas, Nicolás Maduro, presidente de Venezuela
democráticamente electo por su pueblo, sufrió un atentado con
drones que portaban un poderoso explosivo para detonarlo sobre la
tribuna desde donde hablaba el mandatario con motivo del 81
Aniversario de la Guardia Nacional Bolivariana. Las fuerzas
encargadas de la seguridad del evento lograron detectar a tiempo a
los aparatos intrusos y hacer detonar su carga en el aire. El
presidente y las personalidades que lo acompañaban salieron ilesos.
Lo
ocurrido en Venezuela no puede entenderse si se olvida,
intencionalmente o no, el complejo contexto internacional en que
vivimos y se centra la mirada solo fronteras adentro del país
sudamericano. Como ya he escrito antes, los sucesos mundiales
trascendentales que comienzan con la Primera Guerra Mundial
(1914-1918), han tenido dos motivaciones medulares que los
desencadenaron y los explican: la ambición imperialista de la
potencia triunfadora en las dos guerras mundiales, los Estados Unidos
de Norteamérica, y su lucha a muerte contra el socialismo
representado por la URSS y aliados, justamente porque eran un
formidable obstáculo para aquella ambición.
Concluida
la “guerra fría”, Estados Unidos, habiendo vencido al único
enemigo de consideración que se le oponía, perdió todo interés en
ocultar sus propósitos de dominio mundial a los ojos del mundo, y
también por cualquier política social tendiente a mejorar el nivel
de vida de las masas trabajadoras para apartarlas de toda tentación
“revolucionaria”. Se impuso el dominio absoluto de la empresa
privada y de las “leyes del mercado” que le son inherentes y
necesarias, y, consecuentemente, el rechazo total a toda injerencia
del Estado en la economía, particularmente aquellas que ayudaban a
mejorar, o al menos aliviar, la suerte de los trabajadores. La nueva
política económica ordenaba que cada quien resolviera por sí solo
sus problemas; que todo mundo se olvidara de las “ayudas o
prestaciones” gubernamentales y se pusiera a trabajar en serio si
quería vivir mejor. Esto comenzó (y dura hasta hoy), como bien se
sabe, bajo los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher,
quienes lo aplicaron de inmediato al interior de Estados Unidos y de
Gran Bretaña al tiempo que comenzaron a ejercer la “diplomacia
dura” sobre toda Europa para obligarla a seguir el mismo camino.
En
la geopolítica, el fin de la guerra fría se manifestó de dos
maneras distintas con idéntico propósito, esto es, el
fortalecimiento del imperialismo norteamericano. La primera fue el
cambio radical de la política de dominio sobre los países pobres y
rezagados económicamente, pero ricos en recursos naturales o con
posición estratégica privilegiada. En vez de colonias,
protectorados y golpes de Estado para imponer gobiernos títeres, se
prefirió la guerra “preventiva”, las “revoluciones de colores”
y la agresión directa y brutal con el propósito, no de “dominar”,
sino de destruir a los Estados elegidos e impedir su reorganización
posterior. El “caos” así generado, la destrucción y la ruina
totales y la ausencia de Estado y de ejército realmente operativos,
deja manos libres a la potencia invasora para adueñarse de lo que
sea, de todo lo útil y aprovechable. Ejemplos: Libia, Afganistán,
Irak y, en cierta medida, Egipto, Líbano, Palestina y Siria.
La
segunda forma es la política con los países “aliados” y las
potencias derrotadas en la guerra fría. A ambos grupos se les da
trato como “socios”, buscando firmar con ellos acuerdos
comerciales y de cooperación en terrenos estratégicos, pero
cuidando siempre de que esos tratados no puedan generar un desarrollo
poderoso y rápido del país socio, pues eso lo convertiría en un
rival peligroso. Para ello, se hace todo para mantener la “asimetría”
económica entre el socio y la potencia imperial, lo que garantiza
que el intercambio será siempre más provechoso para este último.
Esto, naturalmente, sin descuidar la superioridad militar, que
funciona como eficaz disuasivo tanto para los “amigos” como para
los enemigos reales o potenciales. Esta es la razón de que la OTAN
no fuera desmantelada, sino reforzada, tras la guerra fría:
“defiende” a Europa manteniéndola sumisa, y enfrenta a Rusia, a
China y similares con la amenaza de un conflicto nuclear.
Hay
documentos, antes secretos y hoy “desclasificados”, que
demuestran que las fuerzas armadas norteamericanas tienen la tarea
central de impedir, por cualquier medio necesario, el surgimiento de
una nación o grupo de naciones con suficiente poder económico y
militar como para poner en riesgo la “hegemonía” norteamericana.
Así se explican las continuas tensiones, amagos, “sanciones”,
“guerras comerciales” y campañas mediáticas de descrédito en
contra de naciones esencialmente pacíficas pero en franco
crecimiento económico y militar, como Rusia y China, o de insumisas
y rebeldes como Corea del Norte o Cuba. Se ha filtrado a los medios
que, tanto el “Estado profundo” norteamericano como los altos
jerarcas del Pentágono, se tiran de los pelos y se jalan las orejas
preguntándose cómo fue que se les escaparan hacia adelante Rusia y
China; dónde estuvo el error y qué hay que hacer para enmendarlo.
Este
fracaso los ha vuelto más recelosos, intolerantes y agresivos con
cualquier atisbo de independencia, de soberanía y de
autodeterminación que pudiera tener éxito y acabar convirtiéndose
en otro dolor de cabeza, en otro desafío para el Imperio de Estados
Unidos. Tales recelo e intolerancia se exacerban aún más, si ello
es posible, en América Latina, el subcontinente que Norteamérica ha
considerado siempre, no como su área de influencia natural, sino
como su propiedad legítima, con la cual puede hacer lo que juzgue
conveniente y en la cual no está dispuesto a tolerar ningún gesto
de independencia ni injerencia extraña, “extra continental”, de
nadie. “América para los norteamericanos”.
Este
es, justamente, el caso de Venezuela, y en ello reside la tragedia de
ese país hermano de América Latina. La campaña mediática feroz,
intensa y permanente de desinformación y engaño sobre la realidad
de lo que allí sucede, comenzó hace décadas, desde que el
Comandante Hugo Chávez ascendió al poder. Los medios mexicanos han
sido particularmente diligentes y unánimes en esta guerra de
distorsiones y falsedades, y han logrado, ciertamente, convencer a
muchos de que allí hay una monstruosa dictadura que ha suprimido
todas las libertades, viola los derechos humanos y ha desencadenado
una terrible crisis económica que mata de hambre a su pueblo. Ahora
se ve claro el propósito de semejante montaje mediático: preparar
a la opinión mundial, y a la latinoamericana en particular, para que
dé por buena cualquier agresión a Venezuela, para que aplauda,
incluso, crímenes como el asesinato de su presidente o la invasión
de su país por fuerzas militares con el pretexto de que van a
“liberar” a los venezolanos de sus opresores. El cuento es viejo
y lo hemos escuchado muchas veces antes, a pesar de lo cual no ha
perdido su eficacia manipuladora.
El
atentado contra Maduro ha merecido mil interpretaciones, desde las
tendientes a minimizarlo o atribuirlo a “la desesperación”
popular, hasta las que sugieren que todo fue un “montaje” del
“dictador Maduro” para reconquistar el apoyo popular. En la lucha
ideológica contra la libertad de los pueblos, como se ve, todo
sirve: hasta las tesis absurdas y el cinismo sin miedo al ridículo.
Aquí no se trata, porque es inútil y porque el espacio no lo
permite, de refutar esos infundios; se trata solo de sumarnos a las
voces sensatas, humanas, racionales, que aseguran que el atentado fue
planeado por la inteligencia norteamericana y ejecutado por sus
“aliados” en países vecinos con ayuda de la derecha nativa. No
hay duda de que así fue; no hay duda de que el contexto mundial y la
realidad del país lo explican bien, y no hay duda de que los
venezolanos están en lo cierto al temer agresiones mayores y al
prepararse para enfrentarlas.
Resulta
lamentable que entre las voces mundiales que condenaron el intento de
magnicidio faltara la de México. Todavía dura el rumor de los
aplausos y parabienes por las buenas relaciones iniciales del
presidente electo con el presidente Donald Trump, porque piensan los
aplaudidores que eso es un buen síntoma para los intereses del
pueblo mexicano. Eso, al menos a primera vista, no parece confirmarlo
el caso venezolano. Es posible, sin embargo, que el atentado no sea
responsabilidad del presidente Trump sino de sus enemigos y
opositores internos, pues es cosa sabida la fuerte división entre la
clase dominante norteamericana. Aun así, mexicanos, debiéramos, por
precaución si no por solidaridad, ser más cautelosos con lo que
aplaudimos o criticamos. No vaya a ser que mañana nos traten igual,
y no haya para entonces país libre y soberano alguno que pueda
tendernos la mano, o alzar su voz en favor nuestro.
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